En entregas recientes hemos hecho varias referencias a la situación actual de la economía más poderosa que la historia del hombre haya conocido: la de los Estados Unidos de América. Entre ellas recordamos que el 43 % de sus habitantes está por debajo de la línea de pobreza, el 80 % de la población a duras penas trabaja para pagar sus facturas, la tasa de crecimiento económico es mediocre – no llega al 3 % interanual- y los más recientes reportes epidemiológicos muestran que los decesos por consumo de opioides superan las muertes por accidentes de auto, entre otras cifras alarmantes.
Además, podemos agregar -a esa oscura lista de hechos- que importantes ciudades y estados de la Unión están en bancarrota. Una crisis empujada, en realidad, por una mezcla explosiva de gastos sin financiación -sobre todo del sistema de pensiones-, de leyes confiscatorias sobre la renta y herencia y de leyes antimercado que sustentan fenómenos como el contrabando de diversos tipos de bienes: licor, droga, tabaco y seres humanos; junto con elementos adicionales, como el moderno terrorismo que actúa como brazo armado del comunismo en un mundo postcomunista.
Todo eso unido a elevados impuestos que generan la contraparte del efecto New York, como agente del extraordinario impulso industrial a pesar del propio comunismo norteamericano. En manos de New York el mundo se hizo y se transformó, basando su éxito en las premisas básicas de libertades individuales y libre competencia.
La economía no puede crecer con impuestos que “maten”, arrebatando la riqueza individual, por medio de leyes malas, confiscatorias, como la del impuesto sobre la renta, con la que los valientes portadores del estandarte comunista quieren avanzar a la apropiación de la riqueza.
No obstante, los Padres Fundadores le entregaron, a la gran nación del Norte, dos poderosas herramientas, en su acta constitutiva, solo comparables con las Partidas del Alfonso El Sabio (siglo XIII) y la Revolución Pacífica de 1688 en Inglaterra: democracia y capitalismo, las cuales con nada se les compara, hasta ahora, en la historia de la humanidad.
La democracia americana sigue siendo la más moderna porque su diseño se concibió como niveles superpuestos y capas de escogencia que van filtrando las impurezas y las tiranías. El sistema autorregula su desempeño, con fallas, ya que cualquier producto humano las tiene; pero esa primera aproximación de autorregulación hace que se revitalice cada vez que se pone en funcionamiento.
El concepto del sistema permite que pueda sustentarse en el pedestal de la ley, a la cual los americanos definen como Rule of Law. Una conceptuación de difícil entendimiento para quienes somos herederos de la Sietes Partidas, tergiversadas y casi anuladas por el entusiasmo de los felones jacobinistas y marxistas, quienes exaltan la idea del hombre nuevo de Platón, Hobbes, Locke, Rousseau y Marx, de innegable predominio desde el siglo XVIII en casi el mundo entero.
Noticias como las antes divulgadas solo el capitalismo puede hacerlas más positivas, tal como lo demuestra el impulso económico de la actual administración norteamericana, contra la voluntad y a despecho de las corbatas azules y los zapatos negros.
Bladimir Diaz Borges
@bladimirdiaz