Si las obras son las pruebas, ¿qué quedará de estos veinte años de chavismo? Ruinas, devastación, inmundicia, muerte. Y denuestos, groserías y ofensas. ¿Qué quedará de la revolución cubana? Otro tanto. Veinte, en un caso, sesenta, en otros, de años perdidos, generaciones humilladas y pervertidas, oportunidades dilapidadas. Es como para correr a cubrirse con el mando de la vergüenza.
Antonio Sánchez García @sangarccs
La victoria de la tiranía no sólo nos es demostrada y arrostrada diariamente y hora a hora, con ese acto de prepotencia, abuso y humillación sin medida de privarnos de los derechos humanos más elementales, reducidos, como lo estamos los millones de venezolanos que nos hemos negado a huir de nuestra Patria, a saber: obligarnos a prescindir de los servicios distintivos de la vida cotidiana en una sociedad civilizada – electricidad y agua corriente – y por esos medios condenarnos a la incomunicación absoluta y retrotraernos a la era de las cavernas. Atropellándonos en nuestra intimidad nos obligan a privarnos del máximo distintivo de humanización – el lenguaje -, castrado de las explosivas aristas de la verdad y la lógica para soportar la humillación del sometimiento mediante subterfugios semánticos.
Llamar “usurpación” a la dictadura es el último escape semántico de quienes pretenden encubrirla. Término legitimado ideológicamente en el mantra de la trilogía guaidoniana: fin de la usurpación, transición y elecciones. Carga con un peso adicional: el leguleyismo con el que algunos opositores oficiales se cubren con el manto de la vergüenza. Llamar “usurpación”, usado el verbo sustantivado como sinónimo encubierto de dictadura o tiranía al acto de sometimiento mediante el asesinato, el encarcelamiento y la privación de la libertad, formas de poder propios de toda dictadura, pero particularmente crueles cuando esa dictadura sigue métodos estalinistas, soviéticos, como el castro comunismo cubano venezolano, es una manera de impedir u obstaculizar la toma de conciencia de la atroz circunstancia política que vivimos. La brutal crudeza del régimen dictatorial – privar a la ciudadanía de electricidad y de agua, entregando a los oprimidos desde la amenaza cierta de la muerte, hecho ya cotidiano en ambulatorios, clínicas y hospitales, al silencio, la ceguera, la insalubridad, la suciedad y el hambre, hechos habituales en millones de hogares venezolanos – no encuentra expresión en una oposición seducida con la opción de escabullirle el bulto a la única vía de liberación posible: el auxilio de fuerzas militares amigas dispuestas a librar la guerra contra el régimen tiránico que nosotros, las víctimas, no estamos en capacidad de efectuar. Usurpar no es sinónimo de oprimir, vejar, imponer, asesinar, esclavizar o tiranizar, actos todos ellos propios del ejercicio cotidiano del dictador impuesto por las fuerzas armadas traidoras manejadas desde Cuba por otro de sus agentes, el general Vladimir Padrino. ¿Por qué razón semántica o filosófica no existe un verbo que describa la función del dictador en acto? Dictar es insuficiente, aunque etimológicamente definitorio: dictador es quien impone que se haga lo que el dicta. Dictadurizar es un barbarismo. ¿Entonces? Un universo tan rico en dictaduras, como el español americano, carece de un verbo que nomine la ignominia de tiranizar. Y a la hora de denominar al salvaje que ejecuta la tiranía se prefiere hablar de “hombre fuerte”.
Llevamos veinte años – y muchos más si atendemos a los comienzos del deterioro y decadencia de los usos lingüísticos y costumbres verbales propias de nuestra democracia liberal o de Punto Fijo – anegados de conceptos y categorías falaces, opresoras, engañosas. Una turbia nebulosa de palabras que nos han barbarizado, privado del habla como instrumento de la razón y la verdad comunicativa, del logoi griego, del verdadero y prístino significado de las palabras. Comenzando por el término “revolución”, siguiendo por el término “democracia”. No se hable de los conceptos de “pueblo”, “dirigencia”, “ética política”, “libertad” e “igualdad”, todos manoseados hasta la desfiguración. ¿Qué es un líder, en Venezuela hoy o en Cuba siempre? ¿Un funcionario encargado de oprimir o de engañar, de saquear y asesinar impunemente, un instrumento del poder, en sus distintas formas, o una expresión del pueblo, carente de auténtica representación? ¿Qué es un presidente, cuando es “interino”, no ha sido electo como tal y se halla sometido a otro presidente, que es un usurpador, porque tampoco fue electo y carece de toda legitimidad? ¿Qué es la Ley? ¿Cuánto vale, semántica y políticamente hablando, una Constitución? Quien se atreva a pensarlo, deberá resistir la oscuridad y la sed. Y afrontar la muerte. Sin nadie que lo defienda.
El régimen de dominación chavista, militarista, caudillesco, populista, demagógico jamás fue revolucionario – en el estricto sentido del significado que la historia le ha dado al acto revolucionario: trastocar el orden constituido mediante el uso de la fuerza para cambiar usos y costumbres, desalojar lo viejo y periclitado para abrirle paso a lo nuevo en la historia – – incluso en el despectivo y despreciable sentido con que lo usaran Luis Level de Goda y otros pensadores conservadores venezolanos, como Mario Briceño Yragorri, Arturo Uslar Pietri, Mariano Picón Salas. Fue un vulgar asalto de mafias políticas uniformadas a las riquezas del Estado, sin ningún proyecto específico de reconstrucción nacional y desde luego sin ningún atisbo de socialismo marxista. El sesgo marxista se lo legitimó formal, dialectalmente Fidel Castro a cambio del disfrute de las riquezas petroleras y minerales, la entrega de la soberanía y la disposición a servir de plataforma de injerencia del castrismo en tierra firme. Por cierto: cuando Cuba hacía ya más de medio siglo que había dejado de ser revolucionaria para convertirse en una tiranía de facto, autocrática y militarista.
Estemos claros: no hubo una sola acción organizada por el Estado secuestrado por el golpismo asaltante de las pandillas gansteriles militares y civiles, que tuviera la menor influencia o inspiración revolucionaria clásica, marxista leninista. Salvo la arquitectura de la dominación, el montaje de una tiranía militar y el alineamiento con las supervivencias de pasados regímenes socialistas, ya colapsados, decadentes y hamponiles: la misma Cuba, Rusia y China. Adobados con el alineamiento con el islamismo talibán y las mafias narcotraficantes del planeta. ¿Socialismo? Ya te aviso, Chirulí. Todos los intentos por implementar algo así como un sistema de producción socialista fueron chanchullos y pretextos para saquear los dineros invertidos, desde la explotación azucarera hasta otros rubros agropecuarios, como la industria tomatera. Como tampoco el sistema de relaciones de producción cubano tiene una pizca de socialismo marxista: es el reino macondiano de un tirano antediluviano mucho más próximo al Kurtz de El Corazón de las Tinieblas que al Lenin del asalto al Palacio de Invierno. Ni siquiera, y ya es mucho decir, algún atisbo del nacionalsocialismo hitleriano, en todos los sentidos verdaderamente revolucionario en comparación con estos regímenes esclavistas caribeños. Quien lo dude, que lea la extraordinaria obra del historiador alemán Sebastian Haffner, Anotaciones sobre Hitler.
Si las obras son las pruebas, ¿qué quedará de estos veinte años de chavismo? Ruinas, devastación, inmundicia, muerte. ¿Qué quedará de la revolución cubana? Otro tanto. Veinte, en un caso, sesenta, en otros, de años perdidos, generaciones humilladas y pervertidas, oportunidades dilapidadas. Es como para correr a cubrirse con el mando de la vergüenza.