Postergar y dilatar la resolución de la crisis, buscando salidas imaginarias, como elecciones al frente de una efímera Sexta República, terminarán por sellar su destino. El de un componedor que, como Chamberlain, buscó negociar la crisis para evitar la humillación de una derrota, terminando derrotado y humillado por una guerra inevitable.
Antonio Sánchez García @sangarccs
“La guerra es la continuación de la política por otros medios.”
Carl von Clausewitz
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Una imagen, dice la conseja, vale más que mil palabras. La que acompaña a la noticia transmitida por PANAM POST este 11 de abril, (https://es.panampost.com/sabrina-martin/2019/04/11/castro-venezuela/)bajo el expresivo título “Castro sale de su retiro para anunciar que jamás dejará Venezuela”, subtitulada con una leyenda aún más expresiva: “Castro anunció que llegará hasta las últimas consecuencias para sostener a Maduro en el poder”, es emblemática: Raúl Castro domina el escenario de un encuentro oficial de la alta dirigencia cubana flanqueado por su subrogante Mario Díaz-Canel, el alto comisionado de su satrapía venezolana Nicolás Maduro y su canciller in partibus Jorge Arreaza, zanja de una vez y para siempre lo que la oposición venezolana lleva dos décadas pretendiendo desconocer: Venezuela se encuentra invadida por los ejércitos cubanos, único sostén de su dictadura, y sometida al poder omnímodo e incuestionable de la tiranía cubana, de la que ambos venezolanos de la imagen no son más que títeres subordinados.
Es la respuesta inmediata y contundente, más propia del lenguaje bélico de potencias en guerra que de las relaciones diplomáticas de dos tradicionales enemigos, del tirano cubano al gobierno norteamericano, tal como lo reseña el mismo medio en dicha información: “Las declaraciones del dictador pueden calificarse como un reto al Gobierno de Estados Unidos, sobre todo luego de que el almirante Craig Faller, al mando del Comando Sur de Estados Unidos, asomara que si Maduro sigue en el poder a final de año, la crisis se profundizará y quizás podrían intervenir.”
Se trata de una guerra anunciada, que aun no mata soldados en el campo de batalla, aunque los extermina en la guerra soterrada que libra la tiranía contra el inerme pueblo venezolano asediado por el hambre y las enfermedades, a la que una de las partes, la norteamericana, le ha puesto fecha de apertura, ocho meses, mientras que la otra, la cubana, la ha asumido y practicado desde hace diecisiete años. En el contexto, Venezuela aparece casi que como el chivo expiatorio de una partida de ajedrez internacional: ni Maduro ni mucho menos Juan Guaidó, ni desde luego el pobre pueblo venezolano, tienen arte ni parte en su decurso y resolución. Son, somos todos los venezolanos, las víctimas inermes del elemento en disputa, como lo venimos afirmando desde abril de 2015, cuando señaláramos que el signo distintivo de la crisis venezolana era la práctica impotencia de sus protagonistas para dirimirla en uno u otro sentido. Se acaba de abrir la última ronda del juego. Señores, hagan las apuestas.
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Si esta guerra anunciada se llevara a a cabo y alcanzara los devastadores efectos que tirios y troyanos presagian – un baño de sangre propio más de una guerra civil que de una guerra entre naciones beligerantes limitada y convencional – y conmoviera al continente y al hemisferio hasta arrastrarlos a una eventual crisis bélica global – ya se han alineado los Estados Unidos, Rusia, China e Irán – podemos asegurar que se cumpliría matemáticamente la fórmula con la que el gran historiador inglés Max Hastings definiera la principal razón de la Gran Guerra de 1914: una crisis descomunal enfrentada por un liderazgo enano. Basta medir la altura intelectual y política de los referentes venezolanos del enfrentamiento para concluir que esa trágica condición está dada.
Uno de ellos, el agresor, de la mano de la estupidez contumaz de un pueblo renuente a permitirse una autoconciencia histórica y que, por ello, jamás escapara de la crisis genética que lo lastra, en un acto verdaderamente aberrante, procedió a autorizar, legitimar y respaldar su auto mutilación, dejando sin castigo la felonía del golpe de Estado del 4 de febrero de 1992 y entregándole la presidencia de la República y, con ello, el dominio pleno, absoluto y total de la República, su tradición, sus bienes y sus riquezas, al felón golpista que procediera de inmediato, ante la aclamación del servilicmo nacional, a entregárselas en obsecuente sumisión a Fidel Castro y su tiranía cubana. Desde el 6 de diciembre de 1998, fecha del asalto al poder conquistado electoral, pacífica y constitucionalmente, Venezuela perdió toda autonomía para convertirse en una satrapía en Tierra Firma, la de la isla del Dr. Castro.
El proceso de entrega de Venezuela al régimen cubano comenzó a adquirir forma, desde la visita de Hugo Chávez a La Habana en 1995, recién liberado por Rafael Caldera quien decidió, de manera inconsulta, sobreseerlo sin que se le hubiera juzgado y condenado, y terminó por adquirir la forma de una cesión formal de soberanía a partir de la crisis del 2002, luego de regresar Chávez a Miraflores tras veinticuatro horas fuera del poder. Cuando comprendiera que debía aplastar a las fuerzas armadas nacionales que le negaran su apoyo, obra sólo posible de llevar a cabo con la inteligencia y la acción de la tiranía castrista, la experticia del G2 y el auxilio de sus fuerzas armadas. Desde entonces, el poder supremo de la Nación lo ejerció, a control remoto, Fidel Castro desde el palacio de la Revolución. Ante las barbas del complaciente y prácticamente aliado del gobierno castrista, Barak Obama, la anuencia del entonces Secretario General de la OEA, el socialista chileno José Miguel Insulza, y el respaldo político del Foro de Ssao Paulo bajo la batuta de Lula da Silva. En retribución a los miles de millones de dólares invertidos por Hugo Chávez para abrirle al castrismo las puertas a la dominación del continente suramericano.
La otra parte, que por mera comodidad lexicográfica venimos llamando “oposición”, se ha negado sistemáticamente a comprender la naturaleza de su, nuestro enemigo, y el poder de facto que viene ejerciendo la tiranía cubana sobre el país y todos nosotros, sin excepción ninguna, desde hace exactamente diecisiete años. Se ha prestado a todos los juegos de engaño y autoengaño a través de la intercesión de un agente español del castrocomunismo, intercesión auspiciada, facilitada y promovida por uno de nuestros más importantes presos políticos, prestándose a diálogos, componendas y elecciones que jamás supusieron un peligro para la satrapía. Antes, muy por el contrario, le permitieron travestir su naturaleza dictatorial, ganar tiempo y profundizando la entronización del carácter dependiente y subordinado de la satrapía chavista, primero, y madurista, después. Una espantosa realidad que una parte desencantada del chavomadurismo aún se niega a reconocer. Pues para existir se niega a reconocer que quien nos entregó a la tiranía cubana, a partir de abril de 2002, no fue Nicolás Maduro: fue el teniente coronel castrocomunista Hugo Rafael Chávez Frías.
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Nada ha frenado el agravamiento de la gran crisis venezolana, que dejó de ser una crisis local para convertirse en una crisis regional y está a punto de transformarse en una crisis mundial. La proclamación del diputado Juan Guaidó al frente de un gobierno interino no ha removido ni siquiera las cortezas de la crisis, se ha empantanado nada más nacer en un diplomático juego de abalorios, y perdería todo su significado si no coje el toro por las astas y se situa a la altura de la naturaleza bélica de la circunstancia histórica que enfrentamos. Ante su carencia de control de las fuerzas armadas, en manos de la satrapía, exigir la intervención militar de sus aliados amparado por sus recursos constitucionales, y, poniendo en juego su carisma y el respaldo popular de que disfruta, combinar, como lo hicieran los árabes durante su primavera y el pueblo sudanés en su asedio y expulsión del tirano, la rebelión insurreccional del pueblo venezolano con la eventual presencia de fuerzas militares propias y aliadas. Pues la política, dicho en términos estratégicos, ha abandonado el campo propiamente discutidor y parlamentarista, para entrar al terreno de la guerra. Clausewitz dixit. Serán los hechos, no las palabras, las que terminarán por quebrar a las cúpulas de las fuerzas armadas.
Es asombroso y aberrante que puesto en la cima de la tragedia y disponiendo de todos los elementos de información en su mano, el diputado Guaidó no comprenda el callejón sin salida en que se encuentra y, en lugar de zafarse de quienes lo maniatan y lo entregan inerme al fuego lustral de la crisis, no asuma el rol de comando que las circunstancias le exigen, no se libere del manto castrador de su jefe político y no se abra a la conformación de un gran frente opositor dispuesto a acompañarlo con generosidad y desprendimiento en la inminente guerra de liberación que enfrentamos. Extender y dilatar la resolución de la crisis, buscando salidas imaginarias, como elecciones al frente de una Sexta República, terminarán por sellar su destino. El de un componedor que, como Chamberlain, buscó evitar la guerra para evitar la humillación de una derrota, para terminar derrotado y humillado por la guerra.