¿Qué se considera como «justicia social»? Vale la pregunta porque en Venezuela cualquier chavista, tomado de la calle, ese, el más andrajoso, te diría que la Revolución Bolivariana lo logró. Respaldaría la audacia diciéndote que esa mañana su jefe, el dueño de esa empresa que él detesta, olía tan mal como él y tenía los zapatos roídos, también como él.
La frase es blandida por cualquier deficiente, como ayer lo hizo en el debate en RTVE el presidente español socialista Pedro Sánchez, para hablar sobre lo que aparentemente está mal, no se ha hecho, en una sociedad. El concepto parte de la idea de que existe una injusticia en una sociedad y, como se trata de un desafuero, es al Estado al que le corresponde corregirlo. Puede ser cualquier cosa: desde la pobreza, la extrema riqueza, los supuestos privilegios de algunos grupos hasta el aumento de la promiscuidad presuntamente derivado de la desbocada producción de material pornográfico. Cualquier cosa.
Fue Aristóteles, en Ética, con su idea de justicia, el que permitió que el concepto se fuera desarrollando. La «justicia distributiva», lo llamaba él. Que a cada quien le toque lo que, por su condición, le corresponde. Pero qué o cómo deben repartirse los beneficios o las cargas debe definirlo quien gobierna, sabio, aparentemente, para saber interpretar los delirios de sus ciudadanos —o gentes, más bien, que terminan perdiendo la cualidad de ciudadanos—. El fin último, y en ello se enmarca precisamente esa «justicia distributiva», desarrollada luego de Aristóteles por John Rawls, es el igualitarismo —lo contrario, debemos coincidir, a la desigualdad—.
Ha sido ese igualitarismo, la equidad distributiva, la mayor bandera de la izquierda. La enarbolada por el marxismo desde sus orígenes, que no buscaba sino la abolición de las clases; e izada hoy por el Socialismo del Siglo XXI. Tomando esto en cuenta, hay que reconocerlo sin balbuceo: la Revolución Bolivariana es un caso soberbio de éxito en la aplicación de la justicia social.
Con una sociedad instruida bajo la ética bolivariana —esa que solo concibe el resentimiento, el revanchismo y el saqueo— no hay mayor triunfo que el desfalco de toda una nación y de, sobre todo, su clase media y alta. Bajo la noción de imponer la justicia para solventar las faltas sociales, Hugo Chávez pudo desmantelar la institucionalidad y atentar contra todos los valores que concibe el liberalismo: hablamos de la propiedad privada, la libertad individual, económica y política.
Saqueando empresas, expropiándolas, ensanchando groseramente el Estado y devastando el aparato productor del país al expulsar toda iniciativa privada. Cada medida socialista del chavismo fue aclamada porque existía la certeza de que todo obedecía al deseo de aplicar la justicia social: por años, una supuesta élite, esos insoportables de la bourgeoisie de apellidos extranjeros, asaltaron a los pobres del país. Entonces, ahora tocaba al vulgo, la chusma, ser poder. Era hora de la tiranía del proletariado.
“Comeremos mierda, pero la Revolución sigue”, le escuché a una chavista en una entrevista hace par de semanas. La Revolución sigue, no importa si ellos, los que aún gozan las miserias del comunismo chavista, sufren las consecuencias de la imposición de esa justicia social. Y la justicia social, concebida por la población que sirvió como andamiaje para que Hugo Chávez —y luego Nicolás Maduro— se alzara, se fundamenta en la degradación del venezolano con poder adquisitivo. Resultado natural: la conquista del igualitarismo.
Según el coeficiente Gini, que mide la desigualdad de las naciones, Venezuela es uno de los países menos desiguales de la región. Lo anuncia con arrogancia en enero de este año el canal del Estado, VTV. La cifra que ofreció el régimen de Nicolás Maduro fue de 0,37, lo que haría de Venezuela uno de los países más igualitarios de distribución de riqueza en el continente. Pudiera no ser cierta, porque la última vez que el Instituto Nacional de Estadísticas publicó datos en torno a la desigualdad fue en 2015. Sin embargo, ese año la cifra sugería lo mismo: 0,381.
Para ponerlo en contexto, el país menos desigual de América Latina sería, de acuerdo con Gini —sin tomar en cuenta Venezuela—, Uruguay, con 0,39. Le sigue El Salvador con 0,4; Haití, con 0,41 y Argentina, 0,42.
En septiembre de 2012 el medio británico BBC reportó que Venezuela es “el menos desigual de América Latina” según un informe de las Naciones Unidas. “El Programa de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (ONU-Habitat), que mide la desigualdad según el índice Gini, considera a Venezuela por delante de Uruguay como el país más equitativo de la región”.