Hay un paralelismo asombroso entre Ortiz y Maracaibo. Ortiz fue consumida por el paludismo mientras que Maracaibo lo está haciendo por la merma del fluido eléctrico: racionamientos de doce horas al día en el mejor de los casos y ya vamos para los tres meses, es decir: cuarenta y cinco días sin el vital servicio. Lo de Ortiz, un pueblo del Guárico en tiempos de la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935), mientras que los eventos en Maracaibo y el resto del Estado Zulia se suscitan cien años después en pleno siglo XXI bajo la egida de un poder analfabeto e indiferente al daño que le produce a sus dirigidos.
En “Casas Muertas”, Miguel Otero Silva (1908-1985) hurgó en la sociología del gomecismo haciendo la radiografía de un país primitivo en tensión con los estertores de una modernidad profetizada por los estudiantes universitarios de Caracas cuya rebeldía política les hizo alzarse contra el dictador bajo las banderas libertarias de una Democracia. ¿Por qué la Independencia y el ideario republicano de Bolívar no cuajaron en su momento? La Independencia (1810-1830) fue capitalizada por caudillos y militares sin luces que nunca asumieron el proyecto civilizatorio de formar ciudadanos. Páez fue el primero en negar la República imponiendo la Nación como latifundio particular. Todo el siglo XIX fue un siglo perdido para Venezuela. Y Ortiz es la simbología del atraso y violencia. Sólo el petróleo, una casualidad afortunada de la naturaleza, nos posicionó bajo las coordenadas de una modernidad asentada en el urbanismo desordenado aunque con los servicios elementales como luz, agua, escuela, dispensario y carreteras.
El problema de fondo de la evolución histórica y política de Venezuela es su discontinuidad en el tiempo. Una incapacidad de engranar proyectos nacionales y constitucionales vertebrados de la mano de una elite profesional y compenetrada con los intereses del país. Aunque lo más pernicioso ha sido la persistencia de la hegemonía política disfrazada por el populismo y bajo los embates de la represión militar. En Venezuela ha costado entender que el poder está subordinado a la sociedad e instituciones y no a los caudillos, partidos, ejército o empresas.
En “Casas Muertas” su autor recomienda luchar contra las hegemonías porque es un derecho inalienable de todo un pueblo que entiende que sólo en democracia se puede vivir con dignidad y respetando los más elementales derechos humanos. La actualidad de “Casas Muertas” es tal que es una invitación a su relectura y debate en un momento en que el país ha retrocedido setenta años y el ingreso de cada venezolano es en términos absolutos ligeramente inferior al año 1950. Ortiz y Maracaibo son dos debacles parecidas, aunque la segunda es mucho más grave porque ocurre en pleno siglo XXI: una marcha de la locura.