Ya en la etapa final, en el colmo del delirio y la dipsomanía real socialista, o bien una vez convencidos de que el Paraíso estaba definitivamente en otra parte, los comunistas búlgaros erigieron, en lo alto del anodino monte Buzludzha (apenas 1441 metros), un monumento con forma de OVNI.
La ironía del OVNI monumental (1981) se les escapó, muy probablemente, a sus constructores, hijos de una civilización demasiado grave y solemne, condenada a naufragar pocos años después en un océano de aguas traicioneras e indetectables.
Estos chicos, búlgaros o soviéticos, se fueron perdiendo por el camino; decidieron entonces inventarse un OVNI para que los estuviese esperando en medio de la Nada. Allí tendría lugar, con suerte, algún encuentro cercano de cuarto o quinto tipo, vaya uno a saber con Quién.
Lo cierto es que eligieron Buzludzha, donde habían acontecido un siglo antes cruentas batallas y, poco después, la reunión fundacional del Partido Socialdemócrata de los Trabajadores Búlgaros (PSTB).
Hablábamos de la ironía escurridiza. Pero en realidad esta opera por capas, como esos templos o ciudades que se levantan sobre otros templos o ciudades, o como una mano de pintura que se coloca sobre la anterior.
En 1981, cuando se inauguró por fin el OVNI, los comunistas búlgaros estaban diciendo, sin quererlo, desde luego, que sus predecesores, los hombres del PSTB, constituían tal vez alguna especie de marcianos rojos que había decidido, generosamente, plantar su semilla en tierra búlgara.
Menos de 10 años después, mientras el Socialismo caía y se disolvía en el aire turbio del Este, Buzludzha ganó un nuevo sentido irónico… El OVNI era un símbolo confirmatorio más de lo evidente: aquel proyecto histórico no pertenecía, y quizá nunca perteneció, a este mundo. El OVNI fue abandonado sobrecogedoramente a su suerte en las alturas inhóspitas de los Balcanes.
Adentro quedarían los mosaicos épicos y las imágenes de los grandes líderes comunistas (Blagoev, Zhivkov, Dimitrov, Lenin, Stalin, Brezhnev), ahora convertidas en efigies extraterrestres que acaso remitían a una dimensión paralela e incomprobable cuyo portal de acceso (o agujero de gusano) se había cerrado para siempre en 1989, por arte de un violento giro de los acontecimientos.
Si se fijan, el obelisco de la estrella roja comunista parece un grito de SOS lanzado hacia el espacio exterior, ancho y ajeno.
Luego de varias décadas, la ironía florece hoy a la vista de quienes van de turismo a Buzludzha. Esos viajeros son la ironía propiamente dicha y suelen cultivarse a sí mismos en forma de grafitti: donde antes se recitaba: «Proletarios de todos los países, uníos», ahora se lee la palabra Comunismo con tipografía de Coca Cola. Alguien que contemplaba esta nave imposible desde cierta distancia dejó su marca: «USA 1994».
El autor de estas fotos, el cubano Alejandro Taquechel, llegó hasta Buzludzha —a unas tres horas de Sofía— tras desviarse de su camino. Atravesó pueblos que «parecían detenidos en el tiempo» y se bebió todas las cervezas que pudo encontrar en hostales mediocres de la ruta. Viajó durante horas por las montañas en un Lada «hecho mierda», mientras el conductor lo tomaba por «americano» y planeaba en secreto cobrarle la astronómica cifra de 50 dólares.
Estas fotografías —que integran un proyecto mayor, titulado The Red Stone, sobre el pasado totalitario esteuropeo— evidencian, finalmente, esa paradoja insalvable que terminó estrangulando la versión soviética del mundo: los gestos monumentales, los fálicos monolitos estrellados y el Poder omnímodo que ordenó construirlos, representan el anhelo genuino e hiperbólico de tomar el cielo por asalto, pero son demasiado pesados para alzar el vuelo.
Persisten inmóviles, tercamente, durante un tiempo (a veces, gracias a benefactores inesperados); luego se desploman en tierra. Este parece ser el destino común de todos los OVNIs de piedra.