Debemos a Kant una sentencia terrible: “Con madera tan torcida como de la que está hecho el hombre no se puede construir nada completamente recto”. La historia del hombre es, por lo tanto, la secuencia de caídas y esfuerzos monumentales para volverse a levantar. Nadie quiere decir con esto que no se reconozcan los aportes maravillosos del progreso tecnológico y las inmensas oportunidades que se han hecho disponibles gracias al capitalismo, o si se quiere, la economía de mercado. Entre otras, la idea de libertad y el derecho de propiedad, la exigencia del poder hacer y también el reclamo de que nos dejen hacer con lo que seamos capaces de producir; en boca de Norberto Bobbio, libertad de obrar y libertad de querer. O como lo plantearía Ayn Rand, el compromiso ético de no ser el siervo de nadie ni de exigir la servidumbre de nadie. Cada ser humano con el potencial para ser su propio protagonista y de escribir su propio guión.
Pero en las cercanías siempre ha estado la tentación. La envidia por las realizaciones de los otros, la reelaboración ideológica de la riqueza como un robo, la insólita idea de que los ricos producen pobres, y el uso mediocre de las estadísticas y los promedios para determinar la desigualdad, como si alguna vez en nuestra historia fuimos más iguales que ahora. Con esto perdemos de vista que solo el hombre es capaz de inventar, innovar, crear, producir y pensar que siempre lo puede hacer mejor, siempre y cuando eso que haga, el esfuerzo que invierta le suponga alguna utilidad o ganancia. Cuando la envidia consiguió juglares e ideólogos, rápidamente se propuso que no debía tolerarse, que era inmoral enriquecerse mientras otros no lo lograban. Se inventó la justicia social, mecanismo redistribuidor que pasó a ser una imposición política, y se dejó de lado la ética de la solidaridad, la caridad y la filantropía. Con el socialismo el buen samaritano pasó a ser un impuesto, se olvidó que el hombre progresa desde la construcción creciente y voluntaria de la virtud, la religión dejó de tener sentido orientador y el estado se propuso como el gran gendarme.
Hobbes lo planteó como una exigencia de vida o muerte. Peor es no tenerlo, porque el hombre, víctima de sus pasiones y ganas, entraba en guerra y provocaba la extinción de cualquier cosa parecida a la humanidad. De nuevo el fuste torcido, la generalización del mal, la confusión entre libertad y libertinaje, el uso de la fuerza y la ausencia de orden social. Y es que libertad y propiedad corresponden a un orden social donde se respeta la vida, se aprecia los resultados de los otros, se respeta lo ajeno y se tiene un gobierno limitado a eso, a garantizar que nadie prevalido por la fuerza usada ilegítimamente viniera a romper los equilibrios naturales.
Adam Smith fue en eso preclaro. A pesar de su optimismo, propio de la escuela de filosofía moral escocesa, también advertía en el ser humano esa tendencia a hacer daño, que por lo tanto había que regularlo; de eso se encargaba la sociedad que definía lo aceptable de lo inaceptable, y también la policía, que administraba la justicia como expresión de los sentimientos de venganza de los ciudadanos. ¿A quién se le ocurrió esa espantosa escalada de totalitarismo, capitalismo de estado y tutoría tiránica de los seres humanos? Llamemos al gran culpable como lo hizo Isaiah Berlin: “el pensamiento progresista” que surgió con el racionalismo del siglo XVII, siguió su fatal argumentación con el empirismo del siglo XVIII, se consolidó en el resentimiento con el marxismo del siglo XIX y, por supuesto, tomó el estado y la política mediante el leninismo del siglo XX. Todos ellos provistos de una inmensa prepotencia intelectual, estaban dispuestos a reorganizar racionalmente la sociedad, superar cualquier tipo de confusión o prejuicio, y llevar a la humanidad a una nueva época de luz, donde “el hombre nuevo” no padecería ningún tipo de necesidad porque ellos habían descubierto la forma de satisfacerlas. Y lo iban a hacer a la fuerza y mediante la revolución si eran necesarias.
Isaiah Berlin nos relata que eso era lo que soñaba el ilustrado Condorcet en su celda de la cárcel en 1794. Decía emocionado que por la vía de la razón iban a ser capaces de “crear el mundo libre, feliz, justo y armonioso que todos deseaban”. ¿Quiénes lo iban a crear y administrar? Obviamente ellos, los progresistas. ¿Cómo lo iban a lograr? Mediante la imposición autoritaria del socialismo que, de suyo implicaba tres cosas: planificación central de la economía, creciente capitalismo de estado, y restricciones progresivas de los derechos de propiedad. Con su natural corolario, la violencia de estado, porque por lo general a la gente no le gusta que la nariceen y mucho menos que le expolien sus activos. Pero ¿qué es eso en términos de costos si a cambio pasas a un nuevo estadio de humanidad donde todos viven felices, liberados de cualquier mezquindad?
Ya sabemos que todo socialismo real se descompone rápidamente en colapso, represión, violencia y ruina social. Lo que prometen es imposible de lograr porque el hombre es como es, no hay nada semejante al “hombre nuevo” y lo que produce es una escoria que es capaz de cualquier cosa, matar, corromperse o asociarse con cualquier otra expresión del mal, para lograr aferrarse cada vez más precariamente al poder.
A estas alturas cualquier ciudadano medianamente informado debería sospechar de todos aquellos que vienen con intentos de seducción política mediante un plan. Llámese como quiera, “plan de desarrollo económico y social del socialismo” o el “plan país”que también es socialista. Es la misma pretensión progresista de encargarse de las vidas y suerte de los ciudadanos desde el ejercicio tiránico del poder. Todos llegan diciendo más o menos lo mismo, que son ellos los que saben, que deberíamos agradecer tanto talento prestado al servicio público, que en las carpetas que tienen en los maletines están los cálculos, y que ellos, esa clase esclarecida, tienen el inventario de todos los problemas y también todas las soluciones. Recuerdo ahora la famosa canción de Rubén Blades para comentar que incluso tienen “lentes oscuros pa’ que no sepan qué está mirando, y un diente de oro que cuando ríe se ve brillando”. Toda una canallada. Porque luego resulta que no pueden con tanta matriz de insumo-producto, ni quieren, ni tienen el tiempo necesario, ni es real tanto talento. Pura soberbia estructural, y parafraseando a Berlin, una insaciable ansia de poder.
Porque como lo plantea Hayek, la sociedad libre, que existe cuando los individuos tienen libertad y derechos, se organiza de manera espontánea, mediante las decisiones particulares y empresariales que adoptan los individuos sobre parcelas específicas que les preocupan, y que dominan. Los iluminados racionalistas vienen a decir que esas decisiones, que se dan por millones cada minuto, son más imperfectas que su especial talento para recomponer el mundo. Mises dirá al respecto que los que pretenden tamaña hazaña no hacen otra cosa que tantear en la oscuridad, y yo complementaría diciendo, que no hacen otra cosa que sumirnos a todos en la oscuridad y el oscurantismo.
Volvamos al pecado socialista por excelencia cual es la acumulación obsesiva del poder entendido como control crecientemente totalitario. Su fracaso es tan ominoso que no toleran el éxito privado, por pequeño que resulte. De allí las expropiaciones con el mezquino sentido de la destrucción. Millones de hectáreas que se dejan en barbecho, monopolios manufactureros completos que terminan siendo inservibles, bienes inmuebles que se expolian para transformarlos en monumentos a la desidia. Y la corrupción que deja la traza de obras inconclusas que se deben sumar al colapso de las que heredaron como infraestructura de servicios públicos. Mientras transcurre tanto destruccionismo por diseño, la libertad sufre, aplastada, acechada, comprometida por el hambre, la soledad, la enfermedad incurable, la ausencia de medicinas, el aislamiento porque ya no hay cobertura de telefonía, la ausencia de un servicio de energía eléctrica confiable, la falta de agua, o lo que quieran imaginar, porque el colapso se sufre a la medida de las necesidades insatisfechas de cada uno.
El socialismo es ese acto de soberbia y prepotencia que termina en crimen de lesa humanidad. Pero también es esas ansias enfermizas de poder que los transforma en tiranías totalitarias que cercenan la libertad y censuran cualquier resquicio de verdad. El fracaso los conduce a la mentira, la mentira los empuja al crimen, y a todos ellos los convierte en secuestradores de cualquier posibilidad de cambio político que pueda ser pactado. El socialismo nunca se va por las buenas.
Frente al socialismo hay solamente dos opciones: colaboración o ruptura. El problema reside en cuanta cultura socialista hay en la dirigencia política. Cuántos de ellos creen que los que pueden intentar el gran salto hacia la sociedad feliz y planificada son ellos. Cuántos asumen la justicia social, cuántos desprecian el mercado, cuántos no conciben el orden extenso como verdadera posibilidad, y cuántos se ven como usufructuarios del poder entendido como capacidad de disponer sobre la vida y bienes de los demás. La ruptura es mercado, libertad, gobierno limitado, pequeño pero eficaz, y un liderazgo de servicio público, poco estruendoso, incluso poco interesante.
Por eso el verdadero peligro es que la alianza que sostiene al gobierno interino del presidente Guaidó es socialista, estatista, populista y clientelar. El discurso de todos ellos, sean de AD, PJ, UNT, o VP es el mismo: tomar por asalto el poder para administrar el estado patrimonialista venezolano. Invertir los escaso recursos en tener empresas públicas, mantener la ficción de una empresa petrolera del estado, y reservarse los recursos del país y sus fuentes de riqueza para que sean “administrados” por esa legión de burócratas sin experiencia alguna que se pasean por el país con programas sectoriales bajo el brazo. Ese plan país, he dicho muchas veces, no es el plan del país, pero ellos insisten en imponerlo porque es el consenso de unos centenares de técnicos y cuenta con el aval de las universidades. Se han convertido en expertos de las puestas en escena y de los hechos cumplidos.
Porque los consensos del país parecen ser otros. No quieren un estado que los aplaste. No están dispuestos a pagar la reposición del saqueo de empresas públicas. No quieren seguir intentando lidiar con una moneda que es manoseada por el populismo y malversada por la demagogia. Están hartos de un estado dadivoso en la miseria, extorsionador a través de sus programas sociales, asqueroso en el uso de la historia, prepotente en la injerencia de su estado docente, y represor brutal de la libertad de hacer y de poder que comentamos al principio. Quieren libertad, seguridad ciudadana y posibilidades. ¿Van a seguir ofreciendo lo mismo? ¿Van a cambiar las cajas CLAP por las que tienen impresa la cara de Leopoldo? ¿Van a seguir trajinando con las necesidades de la gente sin darles una mínima oportunidad de ser libres? ¿Van a seguir con el festín de la corrupción?
Porque el estado patrimonialista no solamente es delincuente sino corrupto. Y el dinero sucio tiene agenda política, se ceba en el compadrazgo, cultiva las relaciones clientelares, financia políticos y partidos políticos y luego exige favores. Seguir dentro de los márgenes del socialismo garantiza que la corrupción sea la gran ganadora. Y el cinismo, ese que exhiben políticos de vieja y nueva data, que no tienen como explicar su tren de vida, pero retan a que les descubran el cómo. La corrupción y los ilícitos, como hemos visto, tiene sus canales (sus cloacas), sus capilaridades siniestras y clandestinas, y al final, dejan pocas pruebas diferentes a una gran suspicacia, y preguntas sin respuesta: ¿cómo vives así? ¿cómo vives donde vives? ¿si no recibes sueldo alguno, si tu partido no recauda entre sus militantes. ¿Si no hay transparencia en la rendición de cuentas? Porque ahora resulta que, apostando a la memoria corta del venezolano, todos son ricos de cuna, si no ellos, sus suegros, todos tienen “empresas” o negocios. Todo eso es obviamente una pantalla argumental que no termina de explicar nada. El “contratismo” podría explicar muchas de esas vidas inexplicablemente infatuadas. Eso también es socialismo esencial.
Al final uno no termina de saber si tanto izquierdismo vernáculo, dicho con tanta displicencia, solo demuestra la fatal ignorancia de nuestra clase política, así como la innegable responsabilidad de nuestras instituciones generadoras de cultura y educación en el esfuerzo perverso de replicar el pensamiento socialista, incluso en aquellos que estudiaron en las mejores universidades privadas. Me temo que es también el producto de falta de carácter, o de talante, como lo planteaba José Luis López Aranguren. Porque a estas alturas algo es innegable: el socialismo promete, pero no cumple. Es una mula ideológica, estéril, primitivo y devastador. Decir que se es de izquierda es apostar a montarse en esa mula, o terminar siendo una muy especial versión del minotauro mitológico, mitad mula, mitad progresista.
Quedemos al menos advertidos sobre lo que podría venir: la ratificación del fracaso que ya vivimos. El socialismo degradado que hemos descrito acecha y pretende desde ya que no hablemos mal de sus nuevas posibilidades. Porque ya empezaron, si no fuera así, ¿cómo podemos explicar la campaña que exige que no se hable mal de Guaidó? ¿cómo podemos explicar que no quieren debate real sobre el plan que ellos llaman plan país, sino que lo presentan como un hecho cumplido, aduciendo que están preparados porque tienen un plan? Precisamente, porque tienen ese plan no están preparados. En todo caso, los consensos básicos son otros, empeñados en la liberación y la exigencia de libertad (incluida la de expresión), así como también los venezolanos estamos en camino de construir nuevos tabúes políticos. El socialismo es uno de ellos.
@vjmc