Ya decíamos la semana pasada que el lema de los revolucionarios franceses era “Liberté, égalité, fraternité, ¡ou la mort!”, y que aquella revolución estuvo bien lejos de las ideas románticas con la que se le recuerda hoy en día. En realidad, aquello fue un baño de sangre en toda regla, que empezó exigiendo víctimas católicas y terminó devorando a sus ideólogos; no en vano aquello de “Las revoluciones se comen a sus hijos”, aunque lo correcto sería “A sus padres”. Lo cierto es que a la Revolución le siguió el Régimen del Terror, y allí no se salvó nadie que tuviese alguna cuenta pendiente con quienes detentaban el poder, que también terminarían por perderlo, debiendo enfrentar entonces una justicia que sabía a venganza, en manos de sus otrora víctimas, ahora transmutados en los dueños de la vida y la muerte.
Al respecto, Gustavo Penagos5 nos señala, citando al profesor Agustín Gordillo que:
“(…) la llamada idea liberal-burguesa del Estado lo idealiza como un Estado árbitro, imparcial, prescindente e independiente, pero en realidad no lo fue, y esto se manifestó en intervenciones autoritarias en favor de determinados intereses o clases sociales”.
En efecto, resulta bastante difícil identificar al Estado revolucionario francés, con su régimen del terror, su intolerancia religiosa, sus matanzas y persecuciones, con el ejemplo a seguir por el resto de los países del orbe occidental. No obstante, en nuestra opinión, y sin ánimo de justificar aquellas acciones, el hombre siempre será un reflejo de su tiempo, razón por la cual, aunque distare mucho de la concepción moderna de Estado de Derecho, aquel capitulo histórico estuvo imbuido de una honda significación en cuanto a las concepciones de las cuales puede decirse fue pionero.
Así pues, Jesús María Alvarado Andrade6 nos explica que la democracia moderna, es decir, la evolución de aquel Estado Liberal, está formada por distintos elementos:
“tales como el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al Estado de derecho, la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos”
Al analizar la “libertad”, desde una perspectiva estrictamente liberal, encontramos que la misma comprende conceptos tales como libertad de tránsito, de expresión (lo que incluye libertad de prensa), libre acceso a la información, libertad de reunión y de culto, libertad para desarrollar las actividades económicas que sean de la preferencia de los administrados, libertad transaccional, derecho a la propiedad privada e independencia judicial.
En este sentido, incluso hoy en día, en la práctica, tal concepto es inexistente, no solo en nuestro país, sino también en el resto del mundo occidental. Ello en atención a que el pacto social que todos suscribimos al integrarnos plenamente a la sociedad nos exige cercenar parte de nuestros derechos, limitándolos y moldeándolos de tal manera que el mero acto de su ejercicio no trasgreda los derechos de terceros. Es decir, nuestros derechos son limitados por el ordenamiento jurídico; pero ciertamente se espera que tales limitaciones no menoscaben su núcleo central.
Lamentablemente, sobre todo en el espectro político de la izquierda, la defensa enconada de los derechos de algún grupo social deriva irremediablemente en la desnaturalización de los derechos de otros grupos; no existiendo (desde el poder político) criterios objetivos para medir hasta que punto es sano regular, controlar y cercenar; después de todo, como diría el profesor Tomás Arias: “Nadie ha inventado un regularómetro”
CONTINUA EN PARTE IV
Víctor Jiménez Ures
@VJimenezUres