Los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos—National Institutes of Health, en inglés, NIH—están realizando pruebas clínicas con una vacuna contra el Covid-19. Cuarenta y cinco voluntarios recibieron la primera dosis en Seattle. Un gran conglomerado estatal, el NIH alberga 27 institutos en su campus y cientos de programas de investigación en sus laboratorios.
Llamada mRNA-1273, la vacuna fue desarrollada por el Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas (NIAID) en colaboración con la compañía de biotecnología Moderna, Inc., de Cambridge, Massachusetts. Moderna fue fundada por dos investigadores de Harvard en 2010 como “startup” y financiada con capital de riesgo, “venture capital”.
La Fundación Bill and Melinda Gates, con un especial interés en enfermedades infeccionas, ha invertido en la empresa y hecho donaciones sustanciales a sus programas de investigación. El caso ilustra un modelo de colaboración generalizado—público, privado y del tercer sector—que ha sido efectivo en los extraordinarios descubrimientos médicos de las ultimas dos décadas.
En Australia, a su vez, un estudio del Biomedicine Discovery Institute de la Universidad de Monash en Melbourne en colaboración con el Peter Doherty Institute of Infection and Immunity ha evidenciado en cultivos celulares que un medicamento antiparasitario, denominado Ivermectin, es capaz de neutralizar el coronavirus. El próximo paso es experimentar con personas, los resultados de laboratorio no siempre son replicables.
El proyecto cuenta con el apoyo de la Fundación Jack Ma, que ha donado 2.15 millones de dólares. La fundación lleva el nombre del fundador del portal Alibaba, consorcio privado dedicado al comercio electrónico en Internet, entre muchos otros servicios en línea.
Dos ejemplos que confirman algo que los expertos saben sobradamente: las soluciones más eficaces de políticas públicas casi siempre resultan de la colaboración entre el Estado, el sector privado y la sociedad civil. Lo es en el caso de la salud pública y, aparentemente, también es el camino más promisorio en la búsqueda de la cura hoy. Nótese, existen dudas acerca de cuándo tendremos la vacuna contra el coronavirus—6, 12, ó 18 meses—pero certeza que sí la tendremos.
No obstante, el debate de la esfera pública, que corre en paralelo a la ciencia, se caracteriza por un maniqueísmo reduccionista. Es obviamente un signo de la época.
“Expertos” en salud pública, formados en redes sociales en tan solo un par de semanas, nos explican que el sistema de salud estatal es mejor, pues persigue cuidar y curar a la población, mientras que el sistema privado solo busca lucrar con ella y, ergo, no le importa enfermarla.
Ojalá fuera tan simple. El sistema de salud en España, público y considerado en la vanguardia europea de atención, ha sido tan rebasado por esta crisis como el de Estados Unidos, mayoritariamente privado y en las fronteras de la investigación.
“Epidemiólogos” fugaces, educados en las trincheras del prejuicio ideológico, derivan la crisis global de salud pública de un inevitable declive del capitalismo que jamás cesan de pronosticar. Gobiernos pseudo progresistas tratan la pandemia con su banalidad habitual, agregándola a la nutrida agenda de la polarización dogmática que practican como reflejo condicionado.
Estado o mercado, esa es la opción de la que nos hablan. Un marxismo chatarra que sucumbiría ante el estructuralismo, por ejemplo, también de inspiración marxista. Pues, para el mismo, la función primordial del Estado es garantizar las instituciones que reproducen el capitalismo en el tiempo, el mercado entre ellas. Pero no lo leyeron, de otro modo se habrían ahorrado la irrelevante dicotomía.
Repetidores de slogans, en España culpan por todo a la “extrema derecha”, mientras gobierna la “izquierda”, recuérdese y enfatizo comillas. Una supuesta extrema derecha que habla de democracia, libertad y Estado Constitucional, aclaro, y que rechaza abiertamente toda forma de antisemitismo. En todo caso, los fachas de hoy no se ven como los de antaño. Concédame ese punto el lector progre.
En América Latina, a su vez, dicen que la pandemia es resultado del “(neo)liberalismo”. Sorprendente por decir lo menos. En la mayoría de los países de América la construcción del Estado es obra de las elites liberales educadas en la Ilustración y la economía política clásica. Junto al Estado trajeron la salud públicas, de hecho, pero igual nos dicen hoy que “el neoliberalismo mata”. Y ello sin pestañear.
Pero el liberalismo no mata, ni el nuevo ni el viejo. Lo que mata es ser gobernados por irresponsables, demagogos, recicladores de un relato que ni siquiera califica como ideología, chauvinistas provincianos, charlatanes de clichés, encubridores de criminales. Matan los ineptos, los incompetentes con responsabilidades públicas, los incapaces de gestionar una crisis común, mucho menos una pandemia.
Matan quienes se aprovechan de la aleatoriedad de esta devastación—o sea, la incertidumbre inconmensurable—para ensayar sueños despóticos, coartando derechos con excusas. Matan quienes los justifican, aquellos que normalizan autócratas que fabrican estadísticas. Matan quienes pretenden gobernar con dogmas. El lenguaje inclusivo no salva vidas, funciona como mero ritual de secta.
Todo se preguntan por el día después. Mucho pronostican, es un ejercicio de charlatanería. Habrá una cura, es solo que no sabemos quien estará y quién no, ni cómo será la siempre difícil tarea de organizar la vida colectiva, es decir, la sociabilidad y la política. Entre tantos aprendices de déspotas, tal vez el eslabón más frágil de la pandemia sea el orden liberal internacional, ese sistema de valores que combina la libertad y la democracia representativa. Ese es el orden que hay que proteger y, tal vez, que habrá que recomponer.
@hectorschamis