La semana pasada el gobierno de Donald Trump hizo una propuesta para la transición democrática en Venezuela, pero Nicolás Maduro optó por rechazarla. El argumento fue el principio de la autodeterminación de los pueblos.
“Las decisiones en Venezuela se toman en Caracas, nosotros no estamos tutelados ni por Washington ni por ninguna otra capital, así que ellos (Estados Unidos) pierden el tiempo en su laberinto”, señaló Jorge Arreaza, ministro de Relaciones Exteriores del régimen y portavoz. Y otro político alineado con esta posición es el excandidato presidencial Henri Falcón, quien escribió en su cuenta de Twitter: “La transición es un proceso y no una imposición; requiere acuerdos entre adversarios para que tenga éxito. La solución en Venezuela es entre venezolanos”.
Una semana antes de la propuesta de la transición democrática de Estados Unidos, la solución diplomática de la crisis política en el país bolivariano tenía una baja probabilidad de éxito. La actuación de la Fiscalía de Estados Unidos contra las principales figuras del régimen que representan el Poder Ejecutivo, Judicial, la Fuerza Armada y del partido oficialista (PSUV), imputándolos con cargos de narcoterrorismo, corrupción y narcotráfico, cerraba una salida negociada con acusados por la justicia estadounidense.
El fiscal general, William Barr, afirmó que “el régimen de Maduro está inundado de corrupción y criminalidad”. Y esto resultó en un cambio de juego para los actores claves del heredero de Chávez porque, en ese momento, la justicia de Estados Unidos “alcanzaba” a las cabezas que estaban involucradas por parte del régimen en la solución diplomática. Los aislaba para la salida democrática en Venezuela.
Lo mismo sucedía con las iniciativas adelantadas por la comunidad internacional -la Unión Europea y la Organización de las Naciones Unidas, entre otros- que buscaban una solución diplomática con los acusados solicitados por Estados Unidos. Entraban en un tiempo muerto hasta que los tribunales norteamericanos resolvieran las acusaciones contra Maduro y sus secuaces por narcoterrorismo, corrupción y narcotráfico.
Si las sanciones a personas jurídicas por parte del Tesoro de Estados Unidos influencian su desempeño financiero al suspenderlas en el uso del dólar para las transacciones comerciales, las imputaciones del sistema de justicia inhiben a cualquier autoridad del gobierno norteamericano a interferir en las distintas etapas del juicio, porque sería considerado un delito de obstrucción a la justicia. Por lo que Maduro y los otros acusados saben que al final tienen un proceso judicial abierto en Estados Unidos que solo pueden resolver frente a un jurado y el juez. Mientras estén en esta condición de imputados son tóxicos para cualquier solución diplomática en Venezuela.
La separación de poderes en Estados Unidos permite que el Ejecutivo (Departamento de Estado) presente un marco para la transición democrática en Venezuela que facilita destrancar la crisis actual de gobernanza en el país suramericano. Incluye elementos que permitirían navegar del actual Estado criminal al democrático de manera inclusiva. Es decir, propone un Consejo de Gobierno (máxima autoridad) de transición con actores del Estado criminal. Y deja intacto el poder militar que ha sostenido la empresa criminal al servicio de narcotraficantes y grupos terroristas, según el sistema de justicia estadounidense.
Parece contradictorio, pero no lo es. El estancamiento de la salida política en Venezuela desde el año pasado y la profundización de la crisis requieren una solución creativa no convencional que demanda la colaboración de todos los factores políticos. La norma Pottery Barn: “si lo rompes, te lo quedas” de Colin Powell es tomada en cuenta por el Departamento de Estado cuando se trata de cambiar regímenes por una intervención unilateral de Estados Unidos.
Las experiencias en Egipto (Hosni Mubarak), Libia (Muammar al-Gaddafi) e Irak (Saddam Hussein) dejaron la lección: “… si sacas un gobierno, si haces que caiga, por invasión u otro medio, recuerda que ahora eres el gobierno. [Por lo que] asumes la responsabilidad de cuidar a las personas de ese país”.
En el caso de Venezuela, esta norma indicaría que Estados Unidos tendría que estar apoyando con recursos propios la restauración de la democracia durante varios años. Un escenario que, por ahora, el Pentágono no está dispuesto a asumir solo. Y a los gobiernos de los países aliados en la región les da mucho temor acompañarlo por el trauma de la Doctrina Monroe.
Sin embargo, la actuación del sistema de justicia de Estados Unidos permite activar la solución de fuerza selectiva contra Maduro y sus cómplices, y a la Casa Blanca tomar medidas para aislarlos, con el fin de evitar que sus actuaciones delictivas de narcoterrorismo y narcotráfico no afecten a la población y seguridad de Estados Unidos.
Maduro y compañía hacen cálculos con un escenario de resistencia hasta noviembre, porque asumen que Trump no será reelecto presidente como consecuencia de la crisis por el covid-19. Por lo tanto, suponen que la política de “máxima presión” del mandatario de Estados Unidos sobre su régimen sería abandonada por un nuevo gobierno demócrata, encabezado por Joe Biden. Lo que le permitiría mantenerse en el poder hasta 2024.
Trump ha demostrado en la política internacional salirse con la suya -guste o no su solución-. Y el sistema de justicia estadounidense se toma su tiempo para actuar.
La solución diplomática y de fuerza están sobre la mesa en Venezuela. La primera es la mejor opción para Maduro y sus adláteres, por lo que debería ser su mejor jugada. La segunda no les favorece en absoluto porque terminarían en una cárcel estadounidense y acarrearía daños colaterales para los venezolanos, al estar combinada con la política de “máxima presión”.
Maduro cree que se saldrá con la suya, pero le podría salir el tiro por la culata.