Desde fin de siglo pasado se ha reavivado el interés por el estudio del “capital social”. El concepto sintetiza la idea de un marco normativo capaz de generar confianza entre los individuos, facilitando la interacción y la cooperación. En buena parte ello es obra de Robert Putnam quien, recogiendo el término acuñado en los 60, y en la tradición clásica de Alexis de Tocqueville, puso a la sociedad civil en el centro del análisis y la conversación pública.
Así nos dice que el stock de capital social ha mermado en la sociedad americana, reflejo de una visible desafección cívica. Y operacionaliza su proposición en base a la caída en las membresías de asociaciones intermedias: religiosas, cívicas, vecinales y las ligas de bowling, entre otras.
La vibrante vida comunitaria americana que otrora deslumbrara a Tocqueville dejó de ser tal. Sin mecanismos que promuevan el involucramiento cívico y la interacción personal, no habrá acumulación de capital social. Lo cual tiene efectos negativos en las instituciones públicas, disminuyendo la efectividad de sus políticas y, en definitiva, erosionando la calidad del gobierno y del sistema democrático.
Ello además de aumentar la soledad, “bowling alone” es más que una metáfora. Putnam le atribuye fuerza causal al papel de la tecnología en la organización de la vida cotidiana. La privatización del ocio asociado a las tecnologías digitales—a expensas de formas tradicionales de entretenimiento propicias para la interacción—explica el creciente aislamiento. La realidad virtual que hemos construido, nos dice, es responsable por la licuación del capital social.
Esbozadas un cuarto de siglo atrás, dichas intuiciones aparecen de manera más nítida hoy y no solo en Estados Unidos. Considérese las múltiples pantallas frente a las cuales pasamos buena parte de nuestro tiempo. 25 años atrás no había teléfonos inteligentes ni redes sociales. Pues si el mundo de fin de siglo XX preocupaba a Putnam por su tenue sociabilidad, el de hoy tal vez lo asuste y el de la post-pandemia quizás lo aterrorice.
Como a mí. Un estudio de investigadores de la Escuela de Salud Pública de Harvard publicado en Science proyecta que las olas de contagio de COVID-19 se reproducirán en inviernos posteriores al inicial. Para evitar sobrepasar la capacidad hospitalaria, concluyen, podría ser necesario mantener un prolongado o intermitente distanciamiento social hasta 2022.
Oportunidad para reflexionar acerca de la sociabilidad en pandemia (sin profetizar, que para eso ya está Žižek y su sobredeterminado colapso del capitalismo). El mundo de fin de siglo XX dio paso a grandes revoluciones tecnológicas, gramática homogeneizadora que, se nos dice, reduce todas las diferencias: de clase, ocupacionales, políticas y culturales, entre otras. Los expertos en redes sociales proclamaron dicha homogeneización tiempo atrás, una suerte de fetichismo de la tecnología. La pandemia tal vez les sirva para moderar sus planteos.
¿Acaso la tecnología mitiga el aislamiento o, en una construcción virtual aún más individualista que la descripta por Putnam, en realidad solo crea la ilusión de cercanía, fortaleciendo, en vez de aplacar, la alienación en el sentido estricto del termino, como extrañamiento? Zygmunt Bauman ya nos lo había advertido: nos conectamos para permanecer distantes.
Ello porque, además, la profunda y vasta contracción económica que acompaña esta crisis global de salud pública producirá, como toda recesión, mayor desigualdad. Dicho en el sentido amplio del término: la brecha entre los que tienen y los que no, entre los que acceden y los que no, entre los que se conectan y los que no.
Las familias y los amigos se comunican virtualmente, lo cual los mantiene conectados. Sí y no, el uso de la tecnología también puede ser un gran discriminador entre generaciones, su facilidad de uso es inversamente proporcional a la edad. Los ancianos tienden a estar en soledad virtual, además de la real como en Italia y España, las sociedades con la menor tasa de fertilidad de la Unión Europea.
La educación continúa “on line”, también sí y no. Tómese el siguiente ejemplo. En el área metropolitana de Washington DC se reporta un marcado contraste en la disponibilidad de instrucción virtual. Ello ocurre tanto por el lado de la oferta, la infraestructura de las instituciones educativas, como por el lado de la demanda, el acceso a la tecnología por parte de los usuarios. Pues, la vasta mayoría de las escuelas con clases virtuales son privadas.
Se sigue trabajando virtualmente. Las redes sociales muestran tapices con las fotos de reuniones de trabajo, para beneficio de Skype, Zoom y Cisco Webex. Sí y no, desde luego, esa no es la realidad del trabajador manual, del jornalero, del informal y del inmigrante, para quienes la cuarentena es un lujo inaccesible.
El trabajo desde casa elimina la oficina como lugar de socialización—ergo, de construcción de capital social—lo que implica un cambio radical en la propia concepción de “trabajo”. La consolidación de dicha práctica permitirá a las empresas ahorrar recursos destinados al espacio físico, redundando en mayores utilidades corporativas. Transferirán ese costo a sus empleados, quienes deberán procurarse el espacio en sus casas para tener empleo en primer lugar.
La vida en pandemia es de sociabilidad truncada y desigualdad creciente. Probablemente no sea una realidad efímera si genera patrones culturales, es decir, hábitos. Será un mundo de mayor aislamiento, “bowling alone” pero de más profundidad.
Aislamiento y soledad, distanciamiento social y confinamiento, esta sociabilidad truncada también comienza a ser parte de las relaciones afectivas, tal vez derive en un nuevo tipo de amor. A propósito, funcionarios del Ministerio de Salud de Argentina prescribieron las video llamadas, el sexting y otras formas de sexo virtual para prevenir el contagio. “Amor líquido” por decir lo menos, Bauman no podría haberlo presentido mejor.
@hectorschamis