1 de mayo de 1945. La música de Wagner se cortó abruptamente. El locutor alemán con voz pausada y apagada pidió a los oyentes que se mantuvieran atentos, que en pocos minutos habría noticias trascendentes. Un grave e importante anuncio, dijo. Eran las 9 y media de la noche. En casi todas las casas del país se escuchó la Séptima Sinfonía de Bruckner. La gente, inmóvil, en silencio clavaba los ojos en sus radios. Hacían una guardia alerta frente a sus aparatos. Tal vez, creían que así apuraban las noticias.
Casi una hora después apareció la voz de Karl Donitz, comandante del norte alemán. Grave, se notaba la tristeza y la preocupación en cada sílaba pronunciada. Las certezas del pasado se habían desvanecido. “Hombres y mujeres alemanas, soldados de nuestras fuerzas armadas: Nuestro Führer, Adolf Hitler, ha caído”. Y no dio demasiadas precisiones más sobre las circunstancias del deceso. Aclaró que él había sido designado sucesor, insistió en que todo se trataba de defenderse de los bolcheviques y que la lucha continuaba.
Hitler había muerto la tarde anterior en su búnker en Berlín. Se había suicidado. Primero la pastilla de cianuro, luego un disparo.
Mediodía del 30 de abril de 1945. Las bombas de las tropas soviéticas golpeaban por todo Berlín. Hitler estaba en su búnker, 16 metros bajo tierra. Sin embargo, él también escuchaba las explosiones.
Magda Goebbels, esposa del criminal nazi Joseph Goebbels, le rogó que no se precipitara, que reviera su decisión. Hitler la miró con los ojos vacíos y siguió su camino. Almorzó con su esposa Eva Braun y sus secretarias. Algo frugal: pastas sin acompañamiento. Nadie habló, nadie levantó la cabeza del plato, casi nadie probó bocado. Era el primer almuerzo que Hitler y Eva tenían como matrimonio. Se habían casado la noche anterior. El festejo fue un escueto y desanimado desayuno de bodas.
Cuando Hitler se cansó de mirar su plato y de enrollar y desenrollar los fideos le pidió a su médico que se acercase. Con voz queda, posiblemente el tono más tenue y monocorde que el doctor le haya escuchado alguna vez en su vida, le pidió que le proporcionara una pastilla de cianuro a su perro. Quería testear la eficacia del producto antes de usarlo. Blondi, un perro alsaciano, murió en pocos segundos. Satisfecho, Hitler se retiró junto a Eva a su cuarto. Llevaban 38 horas de casados. El matrimonio duraría sólo dos horas más.
Los últimos días de Hitler habían sido intensos. Y devastadores. Habituado a dominar vastos territorios, hacía meses que estaba recluido en su búnker. Durante sus finales 10 días de vida la paranoia y la desesperación lo habían convertido en un amasijo incoherente e inestable. En ese tiempo cumplió años, contrajo matrimonio, se peleó con sus colaboradores más cercanos, creyó percibir mil traiciones, dictó sentencias de muerte, desconfió de todo el mundo y , si eso fuera posible, extremó aún más su carácter maníaco. Pero principalmente, por primera vez, se dio cuenta de que había perdido la guerra. Que ya no le quedaba salida.
Ya en su habitación le extendió la pastilla a Eva que con sumisión se la puso de inmediato en la boca. A Eva Braun le habían ofrecido muchas veces la posibilidad de fugarse. Ella creyó que su lugar era allí y que ese, morir junto a Hitler de la manera que él lo determinara, debía ser su destino.
Él ingirió la suya y apoyó la pistola sobre su sien.
Los que estaban afuera escucharon el ruido seco y apagado. Esperaron unos 15 minutos. Pasado ese tiempo ingresaron a la habitación dos asistentes, Otto Günsche y Heinz Linge. “Cuando abrí la puerta me encontré con una escena que nunca olvidaré: a la izquierda del sillón estaba Hitler, doblado sobre sí mismo y muerto. A su lado, Eva Braun, también sin vida. Hitler tenía en la sien derecha una herida del tamaño de una moneda. Por su mejilla caían dos hilos de sangre. En la alfombra había un charco de sangre”, contó Heinz Linge.
Ocho días antes, el 22 de abril, Hitler había anunciado a los gritos que se pegaría un tiro. El 20 de abril, el día de su cumpleaños, fue un día repleto de estruendos. Pero esta vez no se trataba de celebraciones por la fecha que ya se había convertido en fiesta nacional. Eran los tanques soviéticos que atacaban Berlín. Habían caído casi todas las defensas. Los norteamericanos por el Oeste y los soviéticos por el otro flanco avanzaban por Alemania. Las líneas de logística y provisión nazis estaban deshechas. La industria armamentística destrozada. Las derrotas se sucedían una tras otra. El antiguo dominio había mutado en derrota inminente. Para quienes estaban informados era casi una convicción que la guerra se había perdido. La única excepción era el Führer que seguía insistiendo en contraatacar y en exigir acciones que hasta altura eran imposibles de llevar a cabo. No había hombres, no les quedaba armamento en condiciones y habían perdido la fe.
Ese 22 de abril, después de echar a varios colaboradores cercanos bajo la acusación de traición e incompetencia, Hitler le preguntó a su médico personal cuál era la manera eficaz de suicidarse. El médico le recomendó el método doble que días después pondría en práctica.
Antes de terminar ese día recibió a Albert Speer, posiblemente la persona con la que más hablaba. Le preguntó qué pensaba de un escape hacia Berchtesgaden. Speer le dijo que creía que debía permanecer en Berlín. Hitler estuvo de acuerdo. Pero le aclaró que él no iba a combatir porque corría el riesgo de ser herido y caer en manos del enemigo con vida. No quería que su cadáver fuera deshonrado. “Créame, Speer, para mí es fácil poner fin a mi vida. Un breve momento y quedaré libre de todo, libre de esta dolorosa existencia”. Speer nunca lo había visto así. Supo que ya estaba derrotado. Que el final era cuestión de días.
Las noticias que llegaban del exterior eran cada vez peores. Berlín se había transformado en un cúmulo de ruinas. Las rendiciones y las derrotas ocurrían con una frecuencia humillante. Ya nadie obedecía sus órdenes. Agotadas las esperanzas en la victoria, Hitler quería destruir toda Alemania. Deseaba que los vencedores no pudieran disfrutar de nada de lo que había antes y también pretendía castigar a los alemanes que habían sobrevivido. El Führer creía que no habían sido dignos de él, que la derrota era culpa de ellos.
Pero esas noticias podían también alterar el humor de Hitler irracionalmente. La muerte de Franklin D. Roosevelt lo puso eufórico. Lo interpretó como un augurio del triunfo. Predijo que los norteamericanos, con la ausencia de Roosevelt, se enemistarían Iósif Stalin y que Alemania llegaría a un acuerdo con ellos. Veinte días después la muerte de otro líder lo sumió en la desesperanza. La noticia de que Benito Mussolini había sido ejecutado y que luego su cadáver fuera atacado por una multitud en Milán lo conmovió. Algunos creen que ese fue el empujón final hacia su suicidio. No quería tener el mismo fin.
La secretaria de Hitler, Traudl Junge describió el clima durante esos últimos días: “Ya no éramos capaces de tener sentimientos normales, sólo pensábamos en la muerte. Cuándo morirían Hitler y Eva, cuándo morirían, cuándo serían asesinados los seis niños que vivían con nosotros y, naturalmente, cuándo y cómo moriríamos nosotros”.
A Magda Goebbels le ofrecieron sacar a sus hijos de allí, que al menos ellos se salvaron. Ella que hacía días se paseaba como un espectro por los pasillos cada vez más quietos y despoblados del búnker, respondió: “Prefiero que mueran, prefiero matarlos yo misma, a que sobrevivan en la Alemania deshonrada que quedará después de la guerra”.
La decisión estaba tomada. Nadie hablaba en el búnker. Nadie se movía de sus puestos. No era una cuestión de obediencia. Querían evitar cruzarse con Hitler y uno de sus ataques de furia. Ya habían presenciado varias veces cambios repentinos en su humor, habían sido víctimas de las conductas desaforados que seguían a sus momentos depresivos. Hitler llamó a Traudl Junge. Le informó que iba a dictar su testamento. Sólo él y la secretaria permanecían en la sala de reuniones.
“En ese momento creí que sería la primera persona sobre la faz de la tierra que entendería por qué fue necesario todo aquello; que diría algo que lo explicaría, que lo justificara, que nos enseñaría algo. Pero, Dios mío, cuando empezó a dictar la lista de ministros que designaba para suceder a su gobierno de forma tan grotesca, pensé (sí, recuerdo que lo pensé en ese mismo instante) que toda la situación era muy indigna. Volvió a repetir las mismas frases, con su tono de siempre, con tranquilidad y, para finalizar, volvió a emplear aquellas terribles palabras para referirse a los judíos. Después de todo aquella desesperación, de todo el sufrimiento, no tuvo ni una sola palabra de compasión o de dolor”, recordó décadas después su secretaria, quien agregó: “Nos dejó sin nada, con la nada”.
Luego de la transmisión radial de la noticia y de las palabras de Donitz, la sensación de final se instaló en Alemania. Las tenues esperanzas que se mantenían se disiparon.
Un empleado de guardia de la BBC, un alemán de origen judío que se había visto obligado a emigrar nueve años antes de su tierra natal, captó y tradujo la noticia. Todos en el edificio de la BBC se pusieron a saltar y a bailar. En pocos minutos la noticia recorrió y alegró al mundo entero.
Alemania se rindió seis días después, el 7 de mayo de 1945. Sin embargo, la controversia sobre el final de Hitler continuó durante mucho tiempo.
Los Aliados sospecharon. Creyeron que podía tratarse de una nueva estratagema para escapar y salir impune. Stalin dio orden a sus fuerzas de que confirmaran la noticia, de que obtuvieran pruebas irrefutables. Fueron muchos los soldados soviéticos destinados a la misión. Pero todo debía hacerse en el mayor de los secretos. Interrogaron con dureza a todos los alemanes que permanecían en la Cancillería o que se habían desempeñado en el búnker. Los testimonios fueron coincidentes. Alguien señaló el lugar en que habían enterrado los cuerpos. Hacia allí se dirigieron los soviéticos munidos de palas. La tares fue sencilla. Encontraron los cadáveres muy rápidamente. Apenas confirmaron la identidad pidieron instrucciones a Moscú. La orden fue trasladar los restos a un lugar del que pocos tuvieran noticias. Así fueron enterrados en el bosque de cercano a la ciudad de Rathenow.
En pocas semanas llegaron a Moscú piezas dentales de la pareja y los registros de su odontólogo. También una parte del cráneo del dictador muerto. Las pruebas científicas determinaron las coincidencias. A eso debían sumarse los testimonios obtenidos por los soldados investigadores del Ejército Rojo. En Moscú supieron con certeza que Hitler estaba muerto.
A pesar de eso, Stalin tenía preparada una nueva jugada para demostrar que la posguerra no sería sencilla ni amable. Manejó todo en el más absoluto de los secretos. Ante consultas oficiales hechas por diplomáticos norteamericanos negó saber nada sobre el destino del líder nazi. Hasta llegó a mostrarse escéptico sobre la certeza de que se hubiera suicidado.
Poco después los rumores y teorías conspirativas crecieron sin control. Los soviéticos fueron los principales impulsores de ellas. Se decía que Hitler se había escapado hacia España o que había llegado al Sur argentino en submarino y que disfrutaba de una vejez apacible en la Patagonia. O que su destino había sido todavía más austral. Que había encontrado cobijo helado en la Antártida. Testimonios dudosos, pruebas a medias, parecidos razonables, sospechas y ganas de creer. Los elementos para que una teoría conspirativa se instale y crezca.
Stalin creía que la confusión, que la mera posibilidad de que Hitler estuviera con vida era lo suficientemente inquietante para Occidente como para poder sacar partido de ello. La información con la que ellos contaban permaneció sellada e inaccesible para las otras potencias mundiales.
Tras la muerte de Stalin, el Kremlin ordenó destruir lo que quedaba de Hitler y Eva Braun. Sólo ellos sabían que los cuerpos hacía más de un cuarto de siglo estaban enterrados en un bosque en Maderburgo.
El 4 de abril de 1970 en el número 36 de la calle Westendtrasse de la ciudad de Maderburgo hubo movimientos atípicos. Ese día agentes especiales de la KGB eliminaron todos los rastros de esa fosa común. Trasladaron todo a más de 11 kilómetros y en un enorme descampado hicieron una gran fogata. Dejaron que el fuego se consumiera y para asegurarse que nada pudiera identificarse trituraron lo que había quedado. Sólo quedaron cenizas que tampoco quisieron dejar en el lugar por si el dato se filtraba. Las recogieron y las tiraron al Río Biederitz.
Lo último que quedaba de Hitler, sus cenizas, fueron dispersadas por la KGB en el agua helada. Años después, uno de los agentes que dijo participar en la misión sostuvo que en realidad las cenizas las tiraron en las cloacas de la ciudad.
La historia permaneció oculta por varias décadas. Eso alimentó las suposiciones, los avistajes inciertos, los deseos conspirativos. La Guerra Fría era un terreno particularmente fértil para ello.