Hay quienes, desde muy temprana edad, tienen la curiosidad que después se convertirá en talento por los asuntos policiales. Una capacidad de indagación frente a los hechos delictivos y una vocación por hacer valer las leyes que los tipifican y sancionan. Nos referimos a la legítima función policial que es tan indispensable para garantizar una sana convivencia social que muy bien la explica el Estado de Derecho. Así, tenemos a los agentes que previenen el delito con el concurso de las comunidades y arriesgan su vida misma para capturar, probar y encarcelar al delincuente. A quienes desarrollan una extraordinaria capacidad de investigación, desde el Estado y también desde el sector privado, comprometidos en desenmarañar al hampa de arma en mano o a la que llamamos de “cuello blanco” que, en verdad, hoy, es de “cuello rojo”. Los que juzgan y también los que defienden a inocentes metidos en un trance inesperado. Por ello, existen disciplinas nobles como el derecho penal, la criminología y la criminalística, aunque solemos descuidar las ciencias penitenciarias.
Nunca fuimos un país de óptimo desempeño en la lucha contra el crimen, pero ya nadie duda que la cosa fue mejor antes de que el socialismo se apoderara del país. Hubo malos policías de uniforme, inspectores y comisarios, jueces y penalistas, muy malos. Esto es cierto, pero constituían una excepción a la regla. Porque también los hubo muy probos, honestos, decididos y transparentes que el país, por cierto, conocía por sus actuaciones diligentes. El Cuerpo Técnico de Policía Judicial (la famosa PTJ), sustituyó nada más y nada menos que la temible Seguridad Nacional (SN), y estuvo dirigida por gente seria. Y, ahora, pasado el mes de Abril de tan ingratos recuerdos, también se supo de las policías municipales de buen o brillante desempeño. Otro ejemplo, fueron precisamente los agentes de la Policía Metropolitana que defendieron al pueblo en los sucesos de 2002, por los alrededores del Palacio de Miraflores, quienes evitaron más muertes y heridos en el asombroso baño de sangre de los socialistas por entonces enmascarados. Todavía siguen injustamente presos después de casi dos décadas. Algo increíble.
Con el socialismo, el crimen no sólo se incrementó (y por algo, como aquellas de la hiperinflación, más nunca los socialistas publicaron las cifras de muertes violentas, robos, secuestros, hurtos, etc.), sino que el problema se agravó, porque los socialistas en sí mismos son los criminales. Tejieron una densa red de mafias, entregaron el territorio que llaman cínicamente de paz al malandraje, hicieron de las cárceles las agencias por excelencia de los pranes, pasamos de un país de tránsito a otro productor de drogas y, encima de todo eso, pervirtieron la función policial. El grueso de quienes ingresan hoy en día a la policía, lo hacen por extrema necesidad de supervivencia, más allá de la vocación y del talento. Aprenden las mañas de los delincuentes que dicen combatir hasta convertirse en cómplices. Ven en un periodista el terrible enemigo que los puede delatar por prácticas que violentan los derechos humanos y, no como antes, un aliado para descubrir el crimen. Ni qué decir de los investigadores privados que, por último, trabajaban más los casos de infidelidad matrimonial, mientras que en otros países ayudan al propio Estado a desenmascarar a los delincuentes, sobre todo en el campo de la inteligencia financiera.
Sin embargo, frente a la perversión, con el cese de la usurpación y la transición, arrancará en este país la recuperación de una limpia vocación policial.