Hubo negociaciones entre Vietnam y Estados Unidos; en Sudáfrica, a pesar del apartheid; en el complejo conflicto de Irlanda del Norte y en Guatemala, donde hubo un genocidio. Las hay ahora en Afganistán entre Estados Unidos y los talibanes, a pesar del 11 de septiembre; y en Birmania donde hay un genocidio. Donald Trump se reunió a negociar con Kim Jong-un; el Gobierno de Colombia negoció con las FARC a pesar del terrorismo y el narcotráfico y, recientemente, se firmó un acuerdo de paz en Mozambique donde, en 15 años, hubo un millón de muertos. Estos casos bastan para preguntarse ¿por qué razón, después de tantos años con un conflicto en Venezuela, que no es guerra, no ha habido una solución negociada, mientras, en casos más graves y complejos, esta ha sido posible?
Todos los conflictos involucran intereses regionales y globales; así fue en Centroamérica, Sudáfrica, Colombia, Mozambique, etc. Sin considerar el contexto internacional, la solución doméstica es imposible. Las negociaciones en Venezuela han fracasado porque suponen que es un conflicto entre venezolanos cuando, en realidad, se trata de un país intervenido por Cuba. En el 2016 y 2018 Maduro pudo negociar unas elecciones en las que su partido hubiese salido bien, pero esto no convenía a Cuba. Erradamente se enfatizan los intereses de China y Rusia, pero el apoyo de estos gobiernos a Maduro se ha reducido significativamente y si la democracia retornara a Venezuela sus intereses no se verían afectados. Los regímenes de Cuba y Venezuela son mutuamente dependientes. Sin Maduro el régimen cubano termina y sin el apoyo cubano Maduro termina. Cuba controla apoyos en la ONU y el Caribe y es la autoridad sobre las FARC, el ELN, el Foro de Sao Paulo y toda la extrema izquierda. El castrismo tiene larga experiencia sobre cómo conservar el poder en condiciones extremas. Sus servicios de inteligencia han desmantelado decenas de conspiraciones dentro de las Fuerzas Armadas Bolivarianas contra Maduro.
La intervención cubana en Venezuela se construyó durante años, asegurándose la extracción de petróleo y dólares, diseñando políticas sociales, organizando la inteligencia, redefiniendo la doctrina de las Fuerzas Armadas, entrenando a miles de profesionales civiles, militares, policías y militantes partidarios. En El Salvador la comunidad internacional aceptaba, sin discutir, que el país estaba intervenido por Estados Unidos y solo había cien asesores. Raúl Castro reconoció en abril del 2019 que había 20.000 cubanos apoyando a Maduro. Casi la mitad de los que enviaron a la guerra de Angola. Sin embargo, los gobiernos europeos y latinoamericanos no toman en serio el control cubano sobre Venezuela. La guerra psicológica de Donald Trump ha sido la excusa para no aceptar la realidad y también el miedo a que la extrema izquierda procubana genere violencia como lo hizo recientemente en Chile, Ecuador y Colombia. En privado, todos reconocen que en Venezuela el castrismo se juega la vida, pero solo Estados Unidos presiona a Cuba. Ni siquiera la propia oposición venezolana asume la liberación de su país como una bandera central.
Rusia sostuvo a Bachar el-Asad a sangre y fuego sin importarle la destrucción de Siria porque esta es su principal frontera geopolítica en Medio Oriente. Europa y Estados Unidos fueron derrotados y millones de refugiados sirios se convirtieron en un problema europeo. En América, Venezuela es para Cuba lo que Siria es para Rusia. No es casual que Siria y Venezuela sean las crisis migratorias más grandes del mundo. Al castrismo, mientras pueda obtener petróleo, no le importa el desastre humanitario, ni la emigración de millones de venezolanos y las consecuencias que esto tiene para Colombia, Perú, Ecuador y todo el continente. Los cubanos son el poder real en Venezuela y sin señalar su responsabilidad, sin presionarlos, sin exigirles su retirada y sin sentarlos en la mesa no es posible una negociación. La solución es que Cuba transite a la democracia y al capitalismo de una vez por todas.
Comparado con conflictos realmente cruentos en Venezuela la violencia verbal es más extrema y esto afecta una posible negociación. Un empresario nicaragüense preguntó a un dirigente sandinista por qué Chávez insultaba tanto, la respuesta fue: “es que en Venezuela no ha habido 50.000 muertos”. La violencia verbal, sin haber una guerra, debilita el pragmatismo. La negociación es traición para algunos opositores y propaganda para el gobierno. El dilema no es negociar o no, sino qué, cómo y con qué garantías internacionales. Los guerrilleros salvadoreños empezamos negociando con un Gobierno apoyado por Estados Unidos que nos pedía la rendición. Dos años después estábamos reformando la Constitución, disolviendo las policías y creando una nueva, depurando a jefes militares de alto rango y dando independencia al poder judicial. En un conflicto negociar no es rendirse sino luchar en otro terreno que demanda paciencia, persistencia y pragmatismo. Las negociaciones no son entre amigos, sino entre enemigos que no se reconocen ni política ni moralmente, por lo tanto, no parten de la confianza, sino de la desconfianza. La presión, la debilidad y el aislamiento del contrario son oportunidad para negociar y no momento para esperar su final.
La negociación en Venezuela es para recuperar la democracia no para limitarla, porque solo esta puede salvar a Venezuela de la destrucción que padece y de la catástrofe mayor que generará la covid-19. Frente a esto seguramente muchos chavistas y militares deben estar convencidos de que es urgente regresar a la democracia. El consenso internacional sobre esto es abrumador, incluso a Rusia y China les conviene. Pero Cuba no quiere una negociación, el chavismo teme a una negociación. Estados Unidos está negociando con mensajes públicos y la oposición no está unida en este tema. Algunos opositores creen que el Gobierno puede caerse solo, otros consideran que la solución es una intervención militar que podría ocurrir, pero que no depende de ellos y los más desesperados piensan que contratando un Rambo pueden salir de Maduro.
Las crisis económicas hacen perder elecciones a gobiernos democráticos, pero las dictaduras no caen por desajustes macroeconómicos. Zimbabue, con 40 años de dictadura, es un Estado fallido con el 80% de sus habitantes viviendo con dos dólares diarios y Cuba lleva 60 años con una economía parásita en bancarrota. Toda crisis es una oportunidad y en un conflicto los gestos son una obligación ética y una necesidad política. Ambas cosas son parte de la batalla por la legitimidad moral. El verdadero reto que tiene la oposición venezolana es cómo ser oposición frente a una dictadura en el momento que un virus amenaza la vida y la supervivencia económica de los venezolanos y de todos los habitantes del planeta.
Joaquín Villalobos fue guerrillero en El Salvador y asesor del Gobierno colombiano en el proceso de paz con las FARC.
Este artículo fue publicado originalmente en El País (España) el 7 de mayo de 2020