Verano de 1989, París. Ya bastante gozoso, por unos tintos de más, llegué al apartamento del pintor Jason Galarraga. Era una velada que reunía a artistas venezolanos residenciados en París. No conocía a ninguno de ellos, pero mi queridísima Ana María Yánez, la talentosa fotógrafa, sabiendo que yo estaba de visita en la ciudad de la eterna penumbra, me invitó. Había peregrinado durante el día por los museos d’Orsay y Rodin, lo hago como ritual cada vez que visito París para despertar mi espíritu. Llegué a la reunión y hablamos de Las señoritas de Avignon, obra cúspide de Picasso que transformó para siempre la historia del arte y que estaba siendo exhibida –a préstamo– en el d’Orsay. “Eran putas”, me dijo Jason, trabajaban en la calle Aviñó, zona roja de Barcelona. “El cuadro más celebrado del arte moderno fue inspirado en un burdel”. Abrazados y quizá borrachos lo celebramos.
Y sonreí.
Gnossiennes No. 1
Una bellísima actriz francesa también formaba parte del encuentro. Desdé que advertí su presencia no pude dejar de observarla, era agotadoramente hermosa. Apenas me la presentaron –lo recuerdo bien– le dije que la amaba, le razoné que yo era el “buen salvaje” que Rousseau había desabrigado del Amazonas, sí, un americano errante raptado por Europa, un extraviado poblador de El Dorado de Voltaire, y a partir de ahora sería cualquier cosa que ella quisiese que fuese, me hinqué y le expresé que, a la divinidad, como al arte, sólo se le puede contemplar desde la distancia. Sonrío, sonreímos, nos besamos, desertamos de la reunión y caminamos de la mano por el Sena, amanecimos tendidos y amarrados, ebrios el uno del otro, en el jardín de Tour Saint-Jacques, ahí arteramente le presenté a Nerval y su poema El desdichado: “Yo soy el tenebroso –el viudo–, el desconsolado…” Ella me habló de Erik Satie, a quien yo no conocía. Escuchamos mil veces sus Gnossiennes, abrazados, amarrados, apresados en la respiración, mil veces, tantas como el verano lo permitió.
Y sonreímos.
Cruce por la frontera del absurdo
De París me fui a Berlín, todavía el muro era una amarga cicatriz de la guerra fría. Estaba ahí. Lo vi, lo toqué, lo escupí y pintarrajeé. También escribí sobre él un poema. Sin embargo, aproveché la ocasión, pedí autorización, hice migración, sellé mi pasaporte y crucé la frontera del absurdo, es decir, de la Alemania libre (oeste) a la comunista (este). Caminé sus calles, escuché sus gritos, sentí el eco de los bombardeos, viví la asfixia. Para recuperar el aire fui a la Nueva Galería Nacional diseñada por Mies van der Rohe. Sorpresivamente para mí, en el museo tan sólo había tres visitantes, sí, sólo tres. No podrán creerlo, yo tampoco en su momento. Los visitantes éramos tres venezolanos: el maestro Jacobo Borges, su esposa Diana y el prófugo que esto escribe (en aquella época no era prófugo, era libre). Me le presenté a Jacobo, le dije –locuaz– que yo también era venezolano, que admiraba su pintura y hasta lo abracé. De vaina lo cargo de la emoción.
Diana y Jacobo sonrieron, yo también.
Alquimia de fuego y lucidez
Retorné a Venezuela después de varias semanas por Europa. En aquel tiempo solía visitar el taller de mi gran y recordado amigo, el escultor Abigaíl Varela. Nos emborrachábamos de vez en cuando, largas conversaciones sobre arte y política iluminaban nuestras bohemias. (Escribiendo sobre Venezuela salta sobre el teclado una sonrisa que describe mi nostalgia: cuánto la añoro, cuánto la recuerdo, cuánto quisiera poder visitarla, respirarla, peregrinarla, sentir el pulso de su tierra). Perdón por la digresión, suele sucedernos a los desterrados. Vuelvo sobre Abigail y la memoria me lleva a sus lúdicos y gráciles bronces, recuerdo de su obra cómo su arte logra sublimar al tosco mineral, lo derrite y adelgaza, y en esa alquimia de fuego y lucidez queda fosilizada la más augusta belleza; lo recuerdo modelar el barro y –Eva– ver nacer de su mano una estética pulida.
Mientras hablábamos de arte, Varela y yo siempre sonreíamos.
Hasta que llegó el chavismo
Claro, podíamos sonreír, no faltaba el agua, ni la luz, ni la gasolina, tampoco Venezuela era un santuario de delincuentes ni una nación arruinada, no pensábamos en la falta de medicina ni tampoco vivíamos la histeria colectiva de hoy, había libertad que se ensanchaba en cada conversación, en cada sueño por realizar. Una madrugada, saliendo del taller de Varela, ahí sí, absoluta e irresponsablemente alegre (perdonen el eufemismo), después de algunos tequilas de más, en el semáforo de la plaza Altamira, a la espera de que el rojo tornase verde, me quedé dormido al volante. Eran las 4 o 5 de la mañana. Cuando desperté, aún obnubilado del sueño, volteé a mi lado y vi que mi dilecto amigo y maestro, el cineasta Diego Rísquez estaba en una condición semejante a la mía. Me miró y me dijo: “¿Qué hay, Gustavo? ¡Coño, estoy borrachísimo!” Fue un momento mágico, no lo olvido, él conducía su Toyota blanco, yo el mío gris. Reímos a carcajadas, ambos dijimos: ¡viva el arte! Era otra Venezuela, no había mostrado su maldita jeta el chavismo ni habían propagado su peste asesina.
Que nos dejó sin motivo para sonreír…