Néstor T. Carbonell, exvicepresidente de la Pepsi Cola durante muchos años, ha publicado un libro extraordinario sobre la Isla: Why Cuba Matters. En la obra repasa las tormentosas relaciones entre Fidel Castro y los doce inquilinos que han pasado por la Casa Blanca. Desde el primero, Ike Eisenhower a Donald Trump, pasando por Barack Obama, quien le hizo todas las concesiones a La Habana, sin ningún gesto de reciprocidad democrática, violando la única estrategia común de republicanos y demócratas a lo largo de más de 60 años.
En ese largo periodo de coincidencias y desavenencias, habían pasado por el poder americano genuinos halcones, como Ronald Reagan, hasta blandas palomas, como Jimmy Carter, pero todos estuvieron convencidos de que cualquier transacción con los Castro debía incluir una verificable retirada de Cuba de su papel internacional como foco de infección procomunista y antiyanqui en América Latina y África, aunque no faltaron notables incursiones castristas en el Medio Oriente, como sucedió con una brigada de 22 tanques más sus tropas de auxilio, operada por cubanos durante la guerra de Yom Kipur, reñida entre 1973 y 1974.
El problema, realmente, era que los Castro veían a Cuba sólo como una base de operaciones para actuar en el terreno internacional contra Washington y contra el odiado capitalismo. Ése era su leitmotiv. Los Castro, y sobre todo Fidel, no se percibían como los cabecillas de una revolución comunista efectuada en una pobre isla azucarera del Caribe, sino como jefes de un imperio político en construcción. No en balde, Fidel, a los 18 años se quitó su segundo nombre, Hipólito, y se puso Alejandro. Tenía en mente al griego que había conquistado todo un imperio desde la insignificante Macedonia.
Así las cosas, fue Chile su primer triunfo en América Latina, y no ocurrió de acuerdo con el guion usual de una insurrección rural, sino como una consecuencia de la peculiaridad electoral chilena. Salvador Allende fue electo en 1970 con algo más de un tercio de los votos, y el Parlamento chileno, pudiendo elegir a uno de los otros dos partidos, como le concedía la ley, seleccionó a este médico marxista, ligeramente mayoritario en las urnas, obligándole antes a firmar un documento por el que se comprometía a salvaguardar las libertades, algo que sólo hizo parcialmente.
La tesis que subyace en la obra de Carbonell es que la democracia y las libertades tienen un lado magnífico (el tipo de sociedades que propician), pero poseen otro rasgo inquietante: la tendencia a menospreciar a los adversarios económica y técnicamente débiles que se le oponen. Lo hicieron con Cuba y hoy lo hacen con Venezuela, su protegida, sin advertir el peligro que esto significa.
Cubazuela como les llaman a los dos países en la jerga política del vecindario, han derivado al delito para sostener su precario poder. Cuba les proporciona a los venezolanos inteligencia, control militar y redes de apoyo internacionales construidas a lo largo de los años, amén de los consabidos médicos, mientras Venezuela les paga a los cubanos con gasolina propia o iraní, y con el poco dinero que puede rebañar producto del narcotráfico o la venta de oro ilegalmente conseguido. En tanto, Maduro, nacido en Colombia, no es venezolano ni colombiano. Es un cubano de vocación que le debe su cargo a los Castro. Ha descubierto la ciudadanía ideológica.
Cuba ya era un peligro, pero no haber liquidado ese foco infeccioso permitió que hiciera metástasis hacia otras naciones, como Venezuela, y el riesgo es que continúe expandiéndose a Colombia, Ecuador y Bolivia, países todos del arco andino. Para evitar ese inmenso perjuicio, la opositora María Corina Machado, una de las cabezas más sólidas del antichavismo-madurista, propone una “operación de paz multifácetica”. El profesor venezolano Carlos Blanco, en un excelente artículo, agrega que pudiera ser “una operación liderada por la OEA, con base en el TIAR”. Todo eso es correcto, pero, para que suceda, Estados Unidos deben encabezar el esfuerzo y es muy difícil que eso ocurra.
Hasta ahora, Washington se ha limitado a imponer sanciones y a enseñar los colmillos, pero los países latinoamericanos no tienen política exterior, salvo Cuba y Venezuela, y no creo que vayan a cambiar. Yo comenzaría por regalarles profusamente a los americanos del establishment el libro de Carbonell. Ahí verán el inmenso error cometido por el republicano Eisenhower y el demócrata Kennedy por no haber liquidado la revolución comunista cuando estaba en la cuna. Asimismo, tras la desaparición de la URSS, en época de Bush (padre), cuando surgió otra oportunidad dorada, por haber supuesto que el régimen “caería” solo, producto de la falta de recursos, sin entender la fortaleza interna del comunismo dinástico, como se ha comprobado no sólo en Cuba, sino también en Corea del Norte.
El régimen no sólo no cayó: tuvo tiempo de contaminar a Venezuela y de infectar a una buena parte de América Latina prolongando la agonía de nuestras sociedades. Si no se erradica será otro inmenso error que pagaremos todos, incluso, Estados Unidos. Eso está clarísimo en el libro de Carbonell.