Juan Vicente lleva 111 años viviendo en los Andes de Venezuela. Allí nació, creció, trabajó, se casó, tuvo 11 hijos y allí espera, en medio de su austera, pero feliz existencia, una certificación como una de las 10 personas más ancianas del mundo pues en su país ya es, con diferencia, el mayor.
Cuando nació, en 1909, era previsible que le pusieran el nombre más famoso de entonces, el del dictador Juan Vicente Gómez, también oriundo del estado Táchira, quien condujo con mano dura el país casi treinta años, durante la infancia y juventud del ahora supercentenario.
En silla de ruedas, “el tío” es hoy un hombre de sonrisa fácil, de escasas palabras y de una fe que profesa con varios rezos al día u oyendo eucaristías por radio. Es un siglo de costumbres que resiste entre las montañas.
EL AMOR
Cuando Juan Vicente tenía 28 años -y el país se forjaba su fama de reservorio petrolero- se casó con Ediofina, también tachirense, y, como mandaba la idiosincrasia de entonces, el matrimonio se dedicó a procrear tanto como permitieran los cuerpos.
En el argot coloquial, los venezolanos de entonces tenían muchos hijos por la falta de un televisor en casa, una manera de decir que hace falta un entretenimiento que saque a los amantes de la cama. “El tío” se hizo padre antes del surgimiento de la televisión y aún hoy, tras 11 descendientes, no tiene uno.
Ediofina fue su compañera hasta 1998, cuando se cumplió el único precepto católico que les permitía separarse: la muerte, la misma visitante que le ha quitado cinco de sus retoños y que lo ha hecho enfurecer hasta dudar de su fe.
Todos a su alrededor han ido muriendo en un país cuya esperanza de vida es llegar a ser septuagenario. Hace tres décadas no tiene amigos generacionales, el mismo tiempo que lleva prácticamente confinado en su vivienda, en las antípodas del lujo y la ostentosidad.
LA SALUD
A Juan Vicente nunca lo ha visto un geriatra. Sus familiares saben que se ha encogido porque lo ven encorvado, pero ni siquiera saben cuánto pesa o por qué frecuentemente se le enconan las uñas de los pies, casi lo único de lo que sufre.
No toma ningún medicamento desde hace años y cuando, eventualmente, se enferma, su hija María, que lo cuida en casa, trata de curarlo con las hierbas que estén disponibles en los sembrados cercanos, siempre preocupada de que su salud se “vaya deteriorando”.
“Bañarlo es lo que se me hace más complicado”, dice a Efe la mujer de 66 años, la principal interlocutora del supercentenario, la que lo afeita cada dos días y entiende sus necesidades expresadas con gestos o balbuceos.
LA AUSTERIDAD
Juan Vicente nunca ha salido del país y solo una vez visitó Caracas, lo que significa haber pasado más de 40.000 días en San José de Bolívar, el mismo pueblo donde trabajó el campo para dar de comer a su camada como un apóstol de la otrora Venezuela agricultora.
Al convertirse en centenario, también empezó a ser testigo de excepción de la crisis económica, en medio de la que fue perdiendo poder adquisitivo y en la que el sistema público de salud se deterioró casi por completo justo cuando más lo necesitaba.
Ese detrimento se traduce hoy día en una pensión por debajo de los 20 dólares mensuales mientras la canasta básica de alimentos cuesta unos 300 dólares. Como todas las familias venezolanas, la suya hace malabares para que no le falte un café por la mañana y unas empanadas de vez en cuando.
EL FUTURO
¿Qué espera Juan Vicente del futuro y cómo quiere ser recordado? Nadie sabe. Su hija se atreve a suponer que su deseo más hondo es “vivir más años”, algo fácil de creer a juzgar por la alegría con que celebró sus 111 en mayo pasado.
La estadística dice que solo el 2 % de las pocas personas que alcanzan un siglo de vida llegan a 110, cuando se transforman en “supercentarios”.
Ahora, como el único de esa clase en Venezuela, su familia está en la búsqueda de certificados que lo acrediten como el sexto o séptimo hombre más longevo del mundo siempre detrás de Kane Tanaka, la japonesa de 117 años que es la persona viva más antigua.
Ajeno a esos trámites, el tocayo del dictador se mantiene fiel a su simpleza, aunque eventualmente muestra su lado hedonista para cantar un sentido “ayayayai”, la ranchera “Ojitos verdes” del mexicano Antonio Aguilar que parece la nostálgica banda sonora de su vida. EFE