Cuando cumplía los diez años de edad, mi tío Juan José Capriles Ayala, me llevó a dar un recorrido por el paseo de Los Próceres en Caracas. A lo largo de todo ese espacio predominaba la presencia de efectivos militares, muchos de ellos exhibían en su pecho medallas de reconocimientos por los servicios prestados. Uno que otro oficial de alto rango llevaba colgadas a su casaca decenas de medallas, era como una vitrina ambulante aquel destello de luces que causaban dichas preseas.
Mi tío Juancho era muy conversador, sobre todo cuando se trataba de relatar pasajes de nuestra historia y, muy especialmente, todo lo relacionado con las epopeyas del Libertador Simón Bolívar. Ante mi pregunta sobre esa variedad de insignias, me informó que “fue el padre de la patria al que se le ocurrió imponer las primeras condecoraciones como una manera de colocar en alto relieve los sacrificios de los soldados del ejército libertador, en sus faenas para dar con la meta de independizar a Venezuela. Eso tuvo lugar el 22 de octubre de 1813. Luego Antonio Guzmán Blanco crea la Orden del Libertador el 14 de septiembre de 1880.
Esas distinciones estaban reservadas para reconocer los méritos de las mujeres y hombres que cumplieran rigurosamente con sus obligaciones, lo cual significaba acumular méritos para poder vestirse con tan preciadas medallas. Lamentablemente, no siempre se otorgan esas condecoraciones previa revisión estricta de tales requerimientos. Se da el caso de violaciones a las más elementales normas que se deberían acatar estrictamente, antes de “repartir” esas divisas de forma lisonjera, tal como viene aconteciendo en esta era populista y arbitraria del chavomadurismo.
En Venezuela por otra parte se maniobran las instancias judiciales para castigar a quienes asumen riesgos defendiendo los uniformes que identifican a nuestras Fuerzas Armadas, así tenemos registrado en la historia reciente el juicio indebido en contra del Coronel de la G.N (R) Hidalgo Valero, a quien “la Fiscal Militar Tercera ante la Jurisdicción del C. de G.P. de C., Teniente de Navío ANIOLE INFANTE BEBERAGGI, le formuló cargos por la presunta comisión del delito de USO INDEBIDO DE UNIFORMES, INSIGNIAS, CONDECORACIONES y TÍTULOS MILITARES, previsto en el artículo 566 del Código Orgánico de Justicia Militar. Así mismo solicitó al Juzgado Militar Tercero de Primera Instancia Permanente de Caracas la aplicación de la medida de PRIVACIÓN JUDICIAL PREVENTIVA DE LIBERTAD, prevista en el artículo 250 del Código Orgánico Procesal Penal. Igualmente solicitó que se aplicara el procedimiento ordinario previsto en el artículo 280 “ejusdem” y según lo establecido en el cuarto aparte del artículo 373 del citado código”. Lo cierto en esta trama es que el Coronel Hidalgo Valero estaba defendiendo con su gesto de protesta la dignidad de su institución y paradójicamente resultó siendo víctima de ese reproche premeditado.
Igual mala suerte corrió el oficial venezolano, Mayor (Ej) Carlos Enrique Roso Romero, quien fue vejado en un penoso acto de degradación, al ser representado por un soldado obligado a disfrazarse de “mujer callejera”, frente a la tropa del Fuerte Kinimarí. Al Mayor Roso Romero le facturaban su rebelión ante los desmanes que vienen sucediéndose en la institución a la que ha consagrado su vida de soldado.
Más allá de nuestras fronteras está el caso que refiere la estrafalaria historia de “chapita”, apodo con el que se conocía al sátrapa de origen dominicano, Rafael Leonidas Trujillo. Este tirano tropical siempre aparecía en actos públicos tachonado de las más extravagantes y relucientes medallas, de allí el mote con el que se le ridiculizaba.
Lo lamentable es que en Venezuela, muchos altos oficiales que integran la cúpula protocolaria que sirve abyectamente a la narcotiranía, van por ese mismo camino. El pecho plegado de medallas mal ganadas, pero con la moral más oscura que nunca.
Esas mal habidas distinciones rodarán cuando también caiga la tiranía.