A Luis Barragán
Doscientos nueve años y un inmenso vacío. Ese sería un epitafio perfecto para un país fallido. Es poco lo que se puede evocar de la declaración de independencia y de aquellas gestas gloriosas que se narran todavía hoy en tono peripatético e infatuado, cuando la realidad es otra. Si acaso hubo independencia, ahora mismo no somos libres. Si alguna vez tuvimos país, en la actualidad eso es poco menos que una nostalgia. Ahora somos más colonia bastarda que país libre. Y el millón de kilómetros cuadrados que casi somos se lo disputan cualesquiera de las variopintas versiones de fuerza cuyo único interés es el saqueo y la depredación. Hemos vuelto al pavoroso año 1814, cuando las ciudades se vaciaron, queriendo huir de Boves, esa tiranía hecha de resentimiento, y que iba montada a caballo para arrasar con todo. Nuestro éxodo contemporáneo huye de lo mismo, de la reivindicación del odio, capaz de matarnos de hambre mientras suena al fondo la última versión de “patria querida”. La historia sirve para apreciar la secuencia que nos ha traído hasta aquí.
Ahora todo el tiempo del país transcurre encerrados en una terrible cuarentena que hiede a control social y a condicionamiento operante. El miedo a todo y a todos es la negación fisiológica de la libertad y la esperanza. Y no es que alguno piense que la pandemia sea eterna, como si lo parece ser el control férreo que tiene el caos que nos aplasta bajo el imperativo ideológico tenaz del socialismo del siglo XXI. La pandemia cesará, solo para indicarnos que no tenemos independencia alguna. Que vivimos la ruina y el fallido en la inmensa soledad de lo poco importante. Pero además lo experimentamos sabiendo que quienes deberían dirigirnos son tan fatuos y escasos, más aún que los que debieron improvisar un rol en aquellos tiempos de nuestra revolución germinal.
¿Acaso tuvo sentido? Los venezolanos solemos perdernos en los recovecos de una historia mal contada, pero que nos ha acomplejado hasta el presente. Porque ¿cómo podemos volver a ser esos héroes magnánimos que arruinaron sus vidas y haciendas para parir la libertad de todo el continente? Peor aún ¿acaso lo fueron? ¿Hubo alguna vez esa coincidencia de semidioses esclarecidos que se dedicaron a la libertad? ¿Y si no fue así? ¿Si solo fueron intereses, emociones, envidias y desencuentros que al final se sintetizaron en un curso de acción posible, el más posible, el que aprovechó las circunstancias de la debilidad y la confusión de los borbones?
¿Qué pasa si en lugar de ser nosotros los protagonistas de nuestro destino, solamente fuimos la consecuencia de la capacidad rapaz y depredadora del “emperador de los franceses”, que puso de rodillas a una familia real venida a menos por las conjuras internas y el fétido manejo de la sucesión? ¿Y si los interinatos de aquellas épocas, las cortes y la regencia, lo hicieron tan mal que nos abrieron un espacio de justificación de los hechos cumplidos, tan incapaces que eran de comprender nada, víctimas de su propia contradicción, y si, de las brutales embestidas del ejército napoleónico? ¿Qué vamos a responder si llegamos a la conclusión de que para la época el imperio ya no era posible, y finalmente fuimos resultado y no causa, a pesar del guión que dijimos que interpretamos con esa solidez de las proclamas? ¿Y si solo fue una huida hacia ningún sitio? ¿Y cómo podemos justificar lo que después ocurrió? La primera república estaba condenada antes de nacer. ¿Por qué?
Mariano Picón Salas en su ensayo sobre Francisco de Miranda nos va relatando la trama. Para finales de 1.810 los saldos eran agridulces. La Junta Suprema no había podido incorporar al movimiento autonomista a Maracaibo, Coro y Guayana. Ellas seguían como garantes del poder español. Divididos llegaron al 5 de julio, y por eso el documento fundamental de la nacionalidad fue suscrito por representantes de las provincias de Caracas, Cumaná, Barinas, Margarita, Mérida, Barcelona y Trujillo. Un sitio, la capilla del seminario Santa Rosa de Lima. Una hora, 3:00 p.m. “Nosotros, reunidos en Congreso, queremos reafirmar nuestros derechos y autorizar el libre uso que vamos a hacer de nuestra soberanía”. ¿Nosotros?
Al parecer pugnaban tres partidos, digamos que tres puntos de vista sobre las razones y alcances de la movida independentista. No había, por lo tanto, una antorcha de luz que los guiara hacia los senderos inefables de la unidad. Ni luz, ni música de fondo. Cada grupo tenía una apuesta que poco a poco iba a colocar sobre la única mesa posible. Tres partidos y “algunas individualidades sobre salientes y enérgicas como Rivas y Bolívar”, y de seguro, la de Francisco de Miranda.
El primer grupo estaba integrado por “los aristócratas autonomistas que querían aprovechar la excelente coyuntura de la guerra española para mandarse solos”. Picón Salas sigue escudriñando en las razones. “Su vigorosa patria potestad, sobre hijos, esclavos, hatos de ganado, haciendas de cacao y tanques de añil, no encuentra otra restricción que la política. Ser poder político, así como ya son poder familiar y poder económico, es lo que en el fondo auspician. Hay buenos y malos hombres en esta primera ficción autonomista”. Como siempre, a un preclaro Martín Tovar Ponte se opondrá un tortuoso e integrante Marques de Casa León.
El segundo grupo estará formado por una juventud ilustrada, y embriagada con la lectura de los textos y autores de la revolución francesa. Estos “sienten, románticamente, el deseo de un cambio; abominan de todo lo viejo, ven en la revolución una maravillosa aventura cargada de sorpresas, y para escándalo de las antiguas familias y los prejuicios vigentes, cultivan la amistad de los pardos y gentes de color. Ellos serán el núcleo dirigente de la Sociedad Patriótica.
El tercer grupo es la reacción. Son los comerciantes y funcionarios españoles que se ven desplazados por el patriarcado criollo, demasiado cerca, y, por lo tanto, una imposición más interesada que el lejano rey. Ellos, y el pueblo mismo, preferían esa justicia y ley aplicadas en nombre del borbón, y no lo que se venía venir, “el ensoberbecido patricio criollo que subrayaba su altanera preeminencia”.
“En nombre de Dios, todopoderoso, nosotros los representantes…”. Así comienza la larga fundamentación encomendada al diputado Juan Germán Roscio y al secretario del congreso, Francisco Isnardi. España no puede seguir rigiendo debido al “trastorno, desorden y conquista que tiene ya disuelta a la nación española”. No deja de considerarse una larga y exhaustiva lista de agravios, desencuentros y desplantes practicados por los gobiernos de España, que no les dejan ninguna otra alternativa que declarar solemnemente que las provincias unidas de Venezuela son, de hecho y de derecho, estados libres, soberanos e independientes, creyendo y defendiendo la santa, católica y apostólica religión de Jesucristo, como el primero de los deberes.
El diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar señala que el manuscrito original se perdió. Cosas de la larga guerra. No se tiene el original que llevaba las firmas de los cuarenta y un diputados, el sello del congreso, la firma de secretario Isnardi y el decreto refrendatorio suscrito por los triunviros Mendoza, Escalona y Padrón. Afortunadamente el texto había sido reproducido en El Publicista de Venezuela del 11 de julio de 1811, y en la Gaceta de Caracas del 16 de julio del mismo año. Los primeros cien años de independencia tuvieron como referencias esas fuentes. Pero en 1907 se consiguió en Valencia un libro de actas manuscrito del Congreso Constituyente de 1811-1812. Ese es el que está en el Salón Elíptico del Palacio Federal, que se abre solemnemente una vez al año.
Al llegar Chávez al poder, lo primero que hizo fue abrir el cofre y manipular el libro de actas. Las profanaciones siempre van contra los símbolos. El que haya sido él, debió advertirnos sobre la catástrofe que luego nos iba a venir por él. Pero antes a alguien se le ocurrió que el mismo día de la independencia se celebrara también el día de la fuerza armada venezolana. Ese maridaje constante entre la ficción militar y una independencia que fue proclamada por civiles siempre ha atentado contra la comprensión de lo que somos, por una parte, y lo que nunca fuimos por la otra. Buscando el 5 de julio caigo en cuenta que todas nuestras efemérides se han perdido entre marchas militares, arengas marciales y esa visión epopéyica, ridícula y mentirosa que no nos pone a pensar en las fisuras de lo humano, que bien nos haría saber y reconocer para comprender esta inercia laberíntica que nos asola una y otra vez.
Los días previos fueron obviamente tensos. Tres partidos y dos puntos de vista. ¿Centralistas a favor de Caracas, o federales en desmedro de la fortaleza que iba a ser necesaria para enfrentar una guerra civil pavorosa, y la reacción de un imperio que no iba a quedarse de brazos cruzados? La decisión no fue la más conveniente. Y la república se perdió. Había quienes preferían hacer las cosas con calma, apostando a la progresividad. Bolívar respondía febrilmente que “vacilar es perdernos”. La sabiduría a veces no se lleva demasiado bien con el ímpetu. Miranda, diputado por El Pao, gracias a uno de los varios desplantes de la petulancia caraqueña, observaba con temor. Él quería la independencia, pero sabía de riesgos, y presentía el bochinche.
En el congreso, un arrollador discurso de Miranda a favor de la independencia fue respondido con una bofetada de Ramón Ignacio Méndez. Se fueron a las manos porque los argumentos en contra se habían agotado. La verdad es que declararon dejar de ser colonia española, pero no podían dejar de ser cultura colonial, esa que por más de trescientos años había regido sus vidas. No es fácil dejar de ser a través de un acta. No es fácil dejar de ser, por más que la emoción del momento suscriba lo contrario. Esta búsqueda nos confronta con algunos hallazgos: No fueron todos, no estaban claros, no estaban realmente unidos alrededor de un propósito unívoco, no previeron los costos. Fue una época de confusa agitación. El bochinche estaba a la vuelta de la esquina.
El resultado no podía ser otra que “la patria boba”. Una cosa era la declaración de la independencia, además suscrita con la prosa encendida de Roscio, y otra muy diferente encarar la realidad, que tuvo efectos telúricos para los que no estaban preparados los constituyentes. Mariano Picón Salas lo describe maravillosamente: “la guerra había sido actividad ajena a aquellos patricios caraqueños que gozaron de un mundo tan próspero y pacífico como el de los últimos años del coloniaje. Los capitanes de milicia de la provincia venezolana apenas lucían su hermoso tricornio, su espadín diplomático, su casaca azul, su camisa de seda en las fiestas oficiales, además regidas por el más cortesano ceremonial”. Será la guerra de las primeras sorpresas con que tropezarán los magnates. La guerra y la necesidad de reconocer la capacidad de quien la tuviera, que no todo podía darse graciosamente por el merecimiento de un buen nombre, o por riqueza.
Dos mundos se enfrentaban fratricidamente. Por una parte, los privilegios que pretendían conducir lo que ignoraban. Por la otra, la experiencia comprobada de Miranda, que por pardo, tenía los días contados. Lo odiaban. Le envidiaban su trayectoria. No lo soportaban. Pero más allá de la inquina, del quítate tú para ponerme yo, de la pretensión de que fueran los demás los que pagaran los costos, lo cierto es que después de las proclamas, y más allá de los encendidos debates del congreso, la realidad se iba a imponer y a dar todas las lecciones que fueran necesarias.
El pretender que fue un momento idílico es totalmente falso. Seguían siendo colonia. Culturalmente restringidos a sus propios fueros, tuvieron que ocurrir muchas cosas para que cayeran en cuenta que el desafío podía atropellarlos hasta dejarlos fuera de combate. Que podía ser más grande que ellos y lo que significaban. Y que nada ni nadie podía asegurarles nada. Que probablemente iban a perderlo todo, que el camino era largo, sangriento y extenuante. Pero, sobre todo, que las categorías con las que trataban de comprender al mundo no les iban a servir. Estaban inmersos en una revolución saturniana, ávida de devorar a sus perpetradores.
Lo cierto es que en los albores de esa primera experiencia de adultez republicana la acción política y militar de 1811 estaba atascada entre el problema regionalista, el de las castas, el problema hacendado, el miedo a la igualdad que en realidad pocos, muy pocos querían, la querella constitucional, y los costos de ese experimento que, invocando a Dios todopoderoso, llamaron independencia. Desde nuestra época fundacional improvisamos, despreciamos la realidad tal y como es, creemos que los detalles que estorban a nuestros planes, ellos mismos se disuelven. Desde el principio el delirio se posesiona de nuestras decisiones.
A doscientos nueve años mi parecer es que queda poco de esa independencia proclamada. Pasaron cosas. No nos hemos reconciliado con nuestros propios mitos. Bolívar fue también profanado, no solamente en sus huesos, peor aún, en su significado, quedando sumergido en la vorágine que nunca quiso ser. Su nombre pisoteado e igualado a la peor barbarie posible. Su legado escarnecido. Su pueblo diezmado. ¿No habrá llegado el momento de ofrendarle la paz y el silencio que nunca le hemos dado? Y nosotros ¿advertiremos que llevamos poco más de dos siglos sin encontrar el reposo de la libertad y la verdadera prosperidad, que solo producen repúblicas con instituciones fuertes y un apego irrestricto al derecho? ¿Seguiremos invocando los trágicos espectros del caudillismo, la violencia, el poder mal entendido, la corrupción y el populismo? ¿No tenemos acaso los mismos problemas de la época fundacional?
Mario Briceño Iragorry señaló alguna vez que Venezuela se debía a sí misma un mea-culpa colectivo. Porque mientras no adoptemos una aptitud humilde y serena, no seremos capaces de tener la claridad requerida para entender nuestra función social. Yo coincido con el intelectual trujillano en que necesitamos abrirnos a un proceso de sinceridad y austeridad capaz de llevarnos a la salvación de nuestro destino histórico y darnos las razones de nuestro desfigurado rostro presente. No podemos dejar de buscar la ocasión para que ese proceso, doloroso pero fructuoso, se dé alguna vez. Mientras tanto yo seguiré buscando en el 5J los rastros perdidos de esa libertad que quiero y que no encuentro.