Estamos presenciando el fallecimiento de la Venezuela moderna. Se encuentra en fase avanzada, con niveles de miseria, hambre, muerte y desolación que nos retrotrae al siglo XIX. No es producto de un cataclismo externo, imprevisible, sino de una conducta deliberada, en contra de los intereses de la mayoría de los venezolanos, por parte de quienes manejan las palancas del Estado. Sus aciagos efectos han sido alertados reiteradamente y se les ha exhortado rectificar sus políticas. Pero no, los que están en el poder se atrincheran aún más en torno a la depredación de lo que todavía queda, sin importarles la ruina de los que, cínicamente, afirman defender. Son los verdugos de Venezuela, beneficiarios aventajados de un régimen de expoliación de la riqueza social, disfrazado de “revolución”.
En una entrega anterior reseñé, muy brevemente, el pilar central de este régimen de expoliación: una cúpula militar podrida que depreda los recursos de la nación, imponiéndose, con las armas, sobre el tejido social. En este escrito examinaré –también de manera muy sucinta—el complemento obligado a tal arreglo, el que le da cohesión y sirve de argamasa para evitar que implosione por el desbordamiento de las apetencias de poder y riqueza. Es el conformado por aquellos que ocupan posiciones de jefatura en el gobierno, los que, afanosamente, se autoproclaman “revolucionarios”: Maduro, los Rodríguez, El Aissami y su cohorte de depredadores. Para muchos, formados en la cultura de la Guerra Fría, se trata de comunistas o castrocomunistas, enemigos del mundo libre. Prefiero un término que no le atribuya tan trascendentes propósitos –así sean negativos—y designarlos, simplemente, como agentes cubanos.
La retórica comunistoide del chavismo corresponde con tales propósitos. Posiblemente algunos todavía se la crean. Pero no es un proyecto ideológico lo que los anima. Es la imposición de una arquitectura de dominación, perfeccionada a través de los años por la gerontocracia cubana, sin la cual el régimen de expoliación puede venirse abajo. Es decir, la permanencia de Maduro al frente del gobierno (como usurpador) y de sus ministros civiles, gobernadores y demás autoridades, amparados por las armas de militares corruptos –cómplices de la expoliación del país–, se la debemos a la “desinteresada” ayuda de los dirigentes cubanos, los primeros chicharrones en el despojo nacional. Esta denominación incluye a personeros como Diosdado Cabello y Pedro Carreño, carentes de todo pedigrí “revolucionario”. Hasta el pelmazo de Arreaza, cuya única credencial conocida es el de exyerno de Chávez, cabe en esta designación. Como gustan afirmar los marxistas, “objetivamente” actúan como agentes cubanos.
Si no comparten un proyecto revolucionario de sociedad, ¿qué explica su participación concertada en la destrucción de la nación? Claramente, como en el caso de la cúpula militar corrupta, es su interés como usufructuarios privilegiados del régimen de expoliación instalado. A cada uno de los jerarcas se les asocia con fortunas mal habidas: Maduro, con los negocios a través de los “Claps” y otros encargados a Alec Saab, amén del amparo a sus “narco-sobrinos”; a El Aissami, se le vincula con prolijas cuentas en el extranjero; al estilo de vida del camarada “Louis Vuitton” Carreño se le ven las costuras; y de Diosdado, ¡ni se diga!. Y es que la demolición de la institucionalidad del Estado de Derecho, que antes resguardaba a la nación contra el pillaje, ha sido el verdadero propósito de esta “revolución”. Pero la incorporación de militares corruptos para asegurar su viabilidad es de factura cubana. Se inspira en el Grupo de Administración de Empresa, S.A. (GAESA), bajo conducción del yerno de Raúl Castro, que ha encumbrado a una casta militar sobre la economía antillana. Son los verdaderos propietarios de esa particular Revolución, devenida en tiranía.
La distinción venezolana está en que ese andamiaje se integra a partir de una FF.AA. descompuesta. No obstante, el régimen de expoliación instaurado apela a los mismos mitos que les han servido a sus tutores cubanos. Venezuela estaría, también, en la vanguardia de la lucha antiimperialista por la “liberación de los pueblos”, lo cual obliga a centralizar el poder en manos “revolucionarias” y a desmontar todo obstáculo –el imperio de la ley y de los derechos humanos—que se interfieran con tan “nobles” propósitos. Las fortunas acumuladas son la justa remuneración a su sacrificio como conductores del proceso. Con tal burbuja ideológica, se encubren los desmanes cometidos; lava conciencias. El imperio, buscando, como siempre, cogerse a Venezuela, persigue y acosa a estos patriotas “revolucionarios”.
El problema para la “dirección civil” –para llamarlo de una manera– del régimen de expoliación, es que este relato tiene cada vez menos credibilidad. El estricto control del castrismo sobre la vida de los cubanos durante seis décadas hizo que allá tuviesen que calarse ese discurso a juro. Ello no es así para Maduro y sus socios. Su permanencia en el poder exige ceder crecientes tajadas del despojo nacional a “aliados” que puedan socorrerlo. Así, el saqueo mineral de Guayana es inconcebible sin la presencia del ELN colombiano y de otras bandas criminales, amén de la venta de oro, a escondidas, a Turquía o Irán; lo que queda del negocio petrolero obliga a entregar parcelas cruciales a Irán y a Rusia, “amigos desinteresados” de Venezuela; el tinglado de complicidades armado por Saab para darle oxígeno a Maduro todavía se desconoce, pero pronto se sabrá. En las ciudades, la impronta del hampa y de los colectivos en la extorsión y robo de los venezolanos –cuando no de los cuerpos represivos como la FAES–, desdibujan todo sentido de gobierno. Y, en todas estas instancias, participan militares corruptos, socios obligados mientras pueden hacer uso de su dominio de las armas.
Maduro y su combo son los pararrayos de esta orquestación, su cabeza visible. Su tabla de salvación ha sido apegarse al recetario cubano, con la esperanza de bañarse en el justificativo revolucionario –David contra Goliat– que ha amparado la gerontocracia antillana. En realidad, Maduro, los Rodríguez y quienes aprendieron el discurso, representan los despojos de una ilusión que, en boca de un demagogo irresponsable y narcisista, engatusó al pueblo con promesas de redención. Pero se agotó. Han cambiado sus referentes. No se expresan, ahora, en un “socialismo de siglo XXI” incontaminado, porque nadie sabía en qué consistía, sino en el timón del Titanic, tripulado por organizaciones mafiosas que no tienen prurito alguno en revelar su verdadera naturaleza.
De ahí que Maduro ni siquiera intenta ya una semblanza democrática. Convoca unos comicios –que no elecciones, porque no hay oportunidad real de elegir— burdamente amañados, para asegurarse una Asamblea Nacional a su medida. Pone en tres y dos a las fuerzas democráticas, agotadas por no haber logrado el desplazamiento del usurpador y por las peleas internas, con la clara intención de aplastarlas. Participar o no en esta farsa parece plantear una disyuntiva perder-perder: está diseñada para impedir la expresión auténtica de la voluntad popular y a provocar su rechazo; así, asegura una mayoría para la nueva Asamblea Nacional, por forfait. Como se viene insistiendo, la mera abstención no es respuesta.
La comunidad democrática internacional ha desconocido la legitimidad de estos comicios. Como quiera que por imperativo constitucional deben realizarse, es menester apoyarse en este desconocimiento para exigir condiciones aceptables. Entre otras cosas, debe postergarse su realización por la expansión de la pandemia: realizar concentraciones públicas y convocar la gente a votar estimula su contagio. Con condiciones apropiadas, debe reabrirse el proceso de postulación de candidatos. Tales elementos deben ser centrales a la consulta que piensan realizar las fuerzas democráticas agrupadas en torno a Guaidó. El fascismo no convoca a una contienda democrática, sino a una trampa que les permitirá descabezar al liderazgo democrático para seguir depredando al moribundo país. La idea de postergar el mandato de la Asamblea actual como respuesta, en última instancia, nos despoja del fundamental argumento de la legitimidad del mandato, conforme a la constitución. Es ahí donde debe intentarse que se plantee la lucha; en la legitimidad de una elección para que la Asamblea electa exprese, de verdad, la voluntad popular, democrática. El pueblo tiene que conquistar el instrumento, por excelencia, para salir de este horror. Que no quepa dudas: mientras continúe Maduro en el poder, la situación empeorará.
Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, humgarl@gmail.com