Hay un asunto que tiñe a todo el espectro del estatismo y es lo relacionado con los incentivos. Economistas de la talla de Ronald Coase, Harold Demsetz y Douglass North han trabajado especialmente en este tema y han publicado numerosos ensayos en la materia.
El eje central de esta cuestión clave reside en comprender que independientemente de las convicciones de cada cual y de su proyecto de vida resultan de gran importancia los incentivos naturales del ser humano al efecto de inclinarse por una u otra acción u omisión. Y en esta línea argumental es importante percatarse que lo que pertenece a una persona y que ha obtenido con el fruto de su trabajo le prestará mayor atención y cuidado respecto a lo que pertenece a otro, además, en una sociedad civilizada, naturalmente no tiene jurisdicción sobre lo ajeno. Entonces aquí tenemos una primera aproximación al aspecto medular de nuestro tema: está en el incentivo de cada uno proteger lo propio y con lo ajeno abstenerse de hacer daño pero no inmiscuirse a menos que sea invitado a hacerlo.
Una segunda derivación del mismo principio general es que lo que es de todos no es de nadie y, por ende, los incentivos a cuidarlo no son lo mismo respecto a lo propio. Para ilustrar lo que venimos diciendo supongamos que una chacra en lugar de tener dueño se dice que es de todos. ¿Quién se esforzará en sembrar si otros pueden cosechar y llevarse el producido? ¿Cómo se imagina el lector será el destino y la administración de su domicilio si se decidiera que es del todo el pueblo?
El sentido de la institución de la propiedad privada es precisamente para darle el mejor uso posible y en el contexto comercial el empleo de los siempre escasos recursos es para atender las necesidades del prójimo sea vendiendo empanadas, automóviles, libros o lo que fuera. El empresario que no sabe atender los requerimientos de los demás incurre en quebrantos y el que da en la tecla obtiene ganancias.
Aristóteles en sus discusiones con Platón sentó las bases de lo que modernamente en ciencia política se conoce como “la tragedia de los comunes” que así fue bautizada contemporáneamente por Garret Hardin en la revista Science.
Ilustremos esto con el caso de las mal llamadas empresas estatales, mal llamadas puesto que la característica esencial de la gestión empresaria es que se asume riesgos con recursos propios y no a la fuerza con el fruto del trabajo ajeno. No se trata de jugar al simulacro. Ahora bien, en el mismo momento en que la “empresa estatal” se constituye significa que se alteraron las prioridades de la gente en el uso de sus recursos y si se dijera que el emprendimiento coincide con lo que las personas hubieran hecho no tiene sentido la intervención. Por supuesto que si además esa entidad arroja pérdidas y es monopólica la situación no puede ser peor.
Tengamos en cuenta que si se pretendieran justificar actividades antieconómicas que de otro modo no se hubieran concertado para atender zonas inviables, debe tenerse presente que las consiguientes pérdidas inexorablemente ampliarán territorios inviables. Pero en todo caso lo que aquí queremos apuntar es que hasta la forma en que se toma café y se encienden las luces no es la misma cuando el bien pertenece al titular que cuando lo pagan compulsivamente terceros. En democracia las decisiones tienen el límite del derecho del prójimo, en el extremo la mayoría no puede asesinar a la minoría sin demoler la democracia.
No se trata entonces de personas mejores o peores en el área comercial del aparato estatal respecto al privado, es un asunto de incentivos que marcan comportamientos. Cuando se alaba lo colectivo y se combate lo privado se apunta a lo abstracto y se deja de lado lo concreto. Borges lo ilustraba muy bien cuando se despedía de sus audiencias: “saludo a cada uno porque es una realidad y no digo todos porque es una abstracción”.
Por último, en este contexto no se diga que hay conflictos de intereses entre los particulares y los generales puesto que esto resulta imposible si se establece el respeto recíproco, esto es, la sociedad libre con la consiguiente garantía a los derechos de cada cual donde no aparecen esperpentos como los asaltantes disfrazados de empresarios que en lugar de operar en el mercado abierto se confabulan con el poder de turno para obtener privilegios.
Cuanto más extendida sea la asignación de derechos de propiedad más fuertes serán los incentivos para cuidar y multiplicar lo propio, lo cual en nada se opone a la filantropía ya que la generosidad implica el uso y la disposición de lo propio, de lo contrario disponer coercitivamente de lo que pertenece a otros no es solidaridad sino que constituye un atraco.
Esta visión de respeto recíproco mejora la condición de vida de todos pero muy especialmente de los más necesitados puesto que la contención del despilfarro permite incrementar las tasas de capitalización y consiguientemente salarios e ingresos en términos reales. La tragedia de los comunes empobrece. Los países pobres viven el síndrome de esta maldición y lo tragicómico es que se hace en nombre de los más vulnerables que lógicamente son cada vez más vulnerables.
Este artículo fue publicado originalmente en El País (Uruguay) el 4 de octubre de 2020.