Hay una quema. Y un turrumote de tierra frente a la casa. Madre barre la calle. Hermana III echa agua. El agua aplaca el polvo. Es de tarde. Siempre se barre por las tardes. Barrer en la calle es otra forma de socializar. Se detiene una vecina. Se detiene otra. Se cuentan cosas. Siempre hay cosas que contar. Siempre se jala del hilo. Los niños que acompañan a las mamás nos preguntan a qué jugamos.
Otros se limitan a observarnos con cautela. Algunos son montunos, de esos que se esconden entre las faldas de la madre y se tapan la boca con el dorso de la mano, y miran con ojos de espanto, mientras aquella les grita, suelta muchacho, que este muchacho nunca deja la pena. Madre quema la hojarasca. Toñito y los sandovales y Hermano IV y yo nos divertimos subiendo en carrera el turrumote de tierra. El turrumote es una novedad. Una pequeña montaña donde todo es llano. La calle aún es de tierra.
Al turrumote lo descargó un volteo de trompa roja. Puede ser el primer cargamento de tierra destinado a rellenar el patio. Madre nos regaña porque regamos la tierra, desbaratamos el turrumote y nos ensuciamos la ropa recién puesta luego de bañarnos. Ella barre y acumula más hojas secas, y más chamizos, y hasta algunos papeles crepitan en la quema. Más allá hay otra quema. Dos esquinas más allá. Se ve el humo. A mí me gusta el humo. Me gusta quemar el basurero.
Había un basurero en casa antes de que hubiera servicio de aseo urbano. El basurero estaba en el rincón que lindaba con Juana Ávila. Juana Ávila me veía quemar el basurero. Me veía con sus ojos de candela y el pelo chisporroteado. El basurero era un tesoro de latas y potes que usábamos en la bodeguita de mentira. Yo paleteaba el basurero. Empujaba la basura hacia el lindero de Juana Ávila, y será por esto que no dejaba de mirarme desde la pata de un árbol de guásimo que no sé por qué se me antoja oscuro, sombrío, seco y fragante, cargado con las pepas negras entre dulce y ácidas, con un ligero sabor a tierra y a madera reseca; a mí me gustaba comer guásimas y me gustaba olerlo.
El solar de Juana Ávila era un mundo perdido de árboles y arbustos, hojas secas y maleza, dormideras y enredaderas espinosas, habitado por arañas monas gigantes, iguanas y lagartijas, sapos, ranas y guaruras, garrapatas, coloraditos y niguas, ciempiés, escarabajos, gusanos y cigarrones, rabipelados, culebras y el mato come gallina, bachacos negros y rojos, hormigas negras y rojas, avisperos y abejas con casas en troncos secos, pájaros, muchos pájaros; había también un guafal en el que reventaban las chicharras.
Ese era el mundo que Juana Ávila cuidaba del fuego que caracoleaba en el basurero. Un basurero que todo el tiempo me regalaba alguna moneda. Un bolívar. Dos bolívares. De plata. Cuando las monedas eran de plata y tenían el color y el sonido de la plata. Esto me motivaba a remover, amontonar y quemar la basura del basurero, lo cual llamaba la atención de Madre, siendo como yo era, escurridizo y flojo para los oficios del hogar. Pero me sentía pagado.
Retribuido con una moneda de plata. A lo mejor Madre, que estaba en la batea, o iba de la batea a la cocina, estaría satisfecha con lo hacendoso que era, lo trabajador que era, allí, sudoroso, sin camisa, paleteando y barriendo, empujando y quemando la basura del basurero.
Y la verdad es que en el basurero estaba solo, paleteando, pensando, encontrando, oliendo, viendo el humo y la candela alborotarse y moverse y viendo bailar a la candela cuando le echaba el querosén, y viendo cómo se encogía la extensión del basurero, y pensaba, imaginaba cosas, estaba solo, entretenido con la transformación del basurero y con los movimientos de la candela y las envolturas del humo. En el basurero encontraba las botellas de Old Spices. Qué bonitas eran las botellas de Old Spices.
Muy blancas, lechosas, con el velero azul. Las botellas de Old Spices era uno de los productos que vendíamos en la bodeguita de mentira. Entonces no sabíamos pronunciar Old Spices. Y esas botellas estaban en el basurero, esperándome. Con ese misterio blanco. Con esa llamada a la aventura. A la fantasía.
Con un genio adentro, quizá. Con un mensaje secreto, quién sabe. De pronto, entre la candela explotaban las latas de fleet, Black Flag, el cual se usaba para matar los zancudos. Antes que recogerla para el inventario de la bodeguita de mentira, prefería escuchar el estallido. Lo esperaba, sordo, encajonado, debajo de la basura reciente o inclusive más abajo de la basura antigua, húmeda, podrida, negra, ceniza de otras quemas mías, en exclusivo mías, pues el basurero era mío, y de Juana Ávila que seguía espiándome, y ahora entiendo que temía que la candela se metiera en la selva de sus dominios.
En el basurero estaban las cajas de ABC, el detergente que traía fotos de artistas y antes de que ardieran las caras de Joselo y Marina Baura y Susana Duijim, yo los veía sonrientes, vestidos con blusas de un blanco blanquísimo de detergente. Y me gustaba ver el humo.
Y oler el humo. Y mirar cómo se alzaba la candela y asaba las hojas del topochal ya que el topochal estaba al lado del basurero. A veces el pueblo se llenaba de humo. Cuando la candela arrasaba la sabana, y prendía la tierra seca y la paja previamente tostada por los tres soles, y se quemaban los hormigueros, y los lechos muertos de los caños y las lagunas, y los cueros secos del ganado muerto por la sequía intensa y prolongada.
Los tres soles achicharraban y agrietaban la llanura arcillosa la cual, cuarteada, parecía pedazos de pastel cortados a cuchillo. Los más viejos hablaban del año del llano en llamas. Contaban que una vez ardieron todos los llanos de Apure y Arauca. Y después de la candela vino el humo. Una humarada espesa que los llaneros bautizaron jumacera. A mí me gustaba la jumacera que se levantaba en el patio cuando quemaba el basurero. Pero Madre gritaba que le iba a poner hedionda a humo la ropa colgada en los colgaderos. Yo veía el humo elevarse hasta el cielo. Y en el cielo veía el humo juntándose con las nubes.
Y yo juntaba nubes. Quería que aquella se uniera con esta y esta otra con otra y el humo con todas ellas. A veces me inventaba unas carreras de nubes. De cuál iba más rápido y pasaba más rápido y cuál le ganaba a otra y chocaba con otra. Me gustaba observar cuando una nube se tragaba a otra nube. Y creía que las nubes estaban hechas de humos azules, blancos y grises, y eran livianas como el humo, olorosas como el humo, veloces como el humo, y que ellas venían de una gran quema acontecida en el territorio de los tres soles.
Después murió Juana Ávila, allá, en la casa blanca de bahareque, con el piso levantado y roto en partes, con las ventanas siempre cerradas y la puerta atrancada, una puerta azul que jamás vi abierta. Y la parte de atrás de esa casa que era fogón y lavandero, corredor y comedero, y donde dormían y acechaban tres perros, y por donde se paseaba un cochino, y una vez un oso hormiguero, estaba llena de trastos, jergones oxidados, puertas inservibles, una carretilla sin rueda, ollas negras de hollín, un colchón polvoriento, sillas sin espaldar, mesas sin patas, bidones de lata rotos, planchas de zinc agujereadas y pedazos de alambre y un cabo de hacha, y varios machetes sin mango.
Por esa época también murió el basurero. Lo mató un pipote de latón. Toda la basura cabía en ese pipote de latón que cada martes recogía un volteo de trompa roja. Puede que sea el mismo que trajo la tierra. En ese pipote se fueron las botellas de Old Spices, y las imágenes de Joselo, Marina Baura, Susana Duijim, José Bardina, Mirla Castellanos y Lila Morillo y José Luis Rodríguez, que todavía no era el Puma. En ese pipote se fue el humo. Y se fue la candela. Y se fueron las nubes. Y se fueron mis bolívares de plata. Y algunos pensamientos.