En el decálogo, al final de su análisis respecto al derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez, Óscar Centeno Lusinchi señala, entre otros aspectos, en su emblemático libro, certeramente denominado ¿Cómo tumbar un dictador?, que a los dictadores hay que perderles definitivamente el respeto. De eso se trata y más.
Últimamente, ante las dudas que a todos nos acosan con esto al escribir o hablar publicamente (yo mismo he caído en deslices posteriormente increpados con justa razón, por otros o por mí mismo). Lo primero es partir de que no merecen respeto alguno. Puede usted, por consideración a sí mismo y/o a los demás, evitar términos malsonantes o extremadamente vulgares, groseros, dependiendo del contexto siempre, obviamente. Un alto representante del gobierno estadounidense decía hace poco que no puede llamárseles siquiera dictadura, cuando se trata de un conglomerado criminal. Y de eso tratamos, de un pegoste de asesinos. Ya “dictadura” ni siquiera les calza, es suave y hasta generosa palabreja, resulta dúctil, humana, en comparación, a pesar de sus múltiples excesos también condenables.
Escribo esto por mí y porque últimamente en el gremio mayor al que pertenezco han surgido hasta ofuscadas, por la otra parte, diatribas al respecto, a propósito de una comunicación pública y oficial en la que yo solicitaba que no se apelara como ministro al sátrapa que rige de manera impuesta los “destinos” universitarios. Accedió nuestra colega a modificar, de mala gana, que aún perdura, el texto. Más recientemente le hice sugerencia similar a quienes acuden a ministerios a dar reclamos; antes lo hice con los estudiantes. Eso significa “reconocerlos” injustamente para nuestra poblacion, para nosotros mismos y para quienes en otras latitudes y en nuestra accidentada historia (creo que todos los países la tienen así – accidentada-, pero tal vez no todos tanto como nosotros).
Si el mundo civilizado, democrático, no reconoce al conglomerado criminal, si juramos, incluso, públicamente, desconocerlo y luchar por la libertad (aunque algunas veces se olvide esa jura, a propósito), si tenemos a bien exaltar la existencia de otros en esos altos cargos, ¿por qué endilgarles una dignidad tan inmerecida que nos lesiona?
Las cosas y sujetos por su nombre, por lo que los define y clarifica ante los demás, ante el mundo y nosotros, lo que verdaderamente son, sin ambages ni ocultamientos. Nada de presidente, nada de ministros, nada de alcaldes o gobernadores. Sino: “quien usurpa”, “quien está arbitrariamente ahí”, por la fuerza, porque unos militares así lo quieren, con apoyo foráneo, el mínimo e indeseable, pero suficiente para atarugarlos ahí.
Conglomerado criminal, régimen, tiranos, asesinos, criminales, sátrapas, además de muchas otras formas lingüísticas apelativas: “quién detenta malamente”, “quién funge de”, y así, varias maneras de apelar a ellos marcando, señalando, el hecho de que los desconocemos, o que los reconocemos como lo que son: asesinos y cómplices de asesinos. ¿Acaso no leímos el informe ONU y conocemos muchos otros casos vívidos de todos estos años? Las cosas y seees por su nombre, para no confundir (nos).