Alberto Benegas Lynch: Ir hacia la miseria en nombre de los más vulnerables

Alberto Benegas Lynch: Ir hacia la miseria en nombre de los más vulnerables

Descontamos que el actual pontífice está imbuido de las mejores intenciones y los mejores propósitos para mejorar la condición de vida de todos, pero a los efectos prácticos lo relevante son los resultados que generan sus consejos, y estos han resultado nefastos allí donde se han aplicado las recetas que ahora vuelve a patrocinar.

Se ha publicado una nueva carta encíclica titulada Fratelli tutti, para seguir con la fórmula empleada por San Francisco de Asís hacia la feligresía. Consta de ocho capítulos divididos en doscientos ochenta y siete apartados impresos en ciento veintidós páginas, según la edición original. El eje central de este mensaje pastoral consiste en un consejo referido a la propiedad privada al efecto de lo que el Pontífice estima es el camino para lograr el bienestar espiritual y material de todos los seres humanos. Pues se aleja grandemente del blanco, ya que sus consejos indefectiblemente conducen a la miseria, muy especialmente de los más necesitados.

En su línea argumental, el Papa subraya “el destino común de los bienes creados”, en cuyo contexto aplaude lo dicho por Juan Crisóstomo en cuanto a que “no compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros bienes que tenemos, sino suyos”. En la misma dirección subraya “la subordinación de toda propiedad privada al destino universal de los bienes de la tierra, el derecho de todos a su uso”.

La propiedad privada significa el uso y la disposición de lo propio. Se respeta aquel derecho o se lo conculca. Tal vez este sea el motivo por el cual el actual papa, a raíz de una pregunta sobre los que lo acusan de tener ideas comunistas, en una entrevista con el periódico italiano La Repubblica, el 11 de noviembre de 2016, respondió: “Son los comunistas los que piensan como los cristianos”.

Dado que los bienes no crecen en los árboles y no hay de todo para todos todo el tiempo, la institución de la propiedad privada hace que se les den los mejores usos a los bienes por su naturaleza escasos frente a las necesidades ilimitadas. El comerciante que da en la tecla respecto de los deseos y preferencias de su prójimo obtiene ganancias y el que no acierta incurre en quebrantos. Estas no son posiciones irrevocables, se modifican según se atiendan o desatiendan las demandas de la gente. Este uso productivo hace que se incrementen las tasas de capitalización, que son el único factor que permite aumentar salarios e ingresos, y no es la caricatura que dibuja el Pontífice respecto de un “derrame” inexistente. El volumen de la inversión explica por qué unos países ofrecen mejores condiciones de vida respecto de otros. No es fruto del voluntarismo, sino de marcos institucionales que aseguran los correspondientes derechos, y no el establecimiento de pseudoderechos que se concretan en arrancar por la fuerza el fruto del trabajo ajeno, resultado de medidas como las aconsejadas ahora por la cabeza del Vaticano, que subraya: “Exige un Estado presente y activo”, como si no fuera suficiente esa inclinación en nuestro mundo con aparatos estatales elefantiásicos que no dan respiro a personas a las que se trata como súbditos.

Debemos recordar nuevamente que León XIII escribió en Rerum Novarum: “Quede, pues, sentado que cuando se busca el modo de aliviar a los pueblos, lo que principalmente y como fundamento de todo se ha de tener es esto: que se ha de guardar intacta la propiedad privada”. Pío XI ha señalado en Quadragesimo Anno: “Socialismo religioso y socialismo cristiano son términos contradictorios; nadie puede al mismo tiempo ser buen católico y socialista verdadero”, y Juan Pablo II ha aclarado bien el significado del capitalismo en la sección 42 de Centesimus annus.

En la encíclica que ahora comentamos se objeta la igualdad de resultados, pero en una sociedad abierta la igualdad solo se refiere a la que es ante la ley y anclada al concepto de justicia, que, según la definición clásica, se traduce en “dar a cada uno lo suyo”, y lo suyo, nuevamente, remite al derecho de propiedad, que a su vez es inseparable del mercado abierto y competitivo, es decir, el respeto recíproco en las transacciones de lo que pertenece a cada cual, por más que el papa Francisco rechace el liberalismo, en cuyo contexto alude al “dogma neoliberal”, una etiqueta esta a la que ningún intelectual serio se asimila (y mucho menos vinculada a dogmas que son la antítesis del espíritu liberal).

Aparecen otras contradicciones en el documento que comentamos, por ejemplo, en el caso del populismo: en un pasaje lo condena y en otro se apura a enfatizar que “es frecuente acusar de populistas a todos los que defienden los derechos de los más débiles”. Lo mismo ocurre con los nacionalismos, que son denostados, pero, enseguida, se condena la globalización. También el Pontífice dedica espacio a incriminar a lo individual en pos de lo colectivo, sin percatarse de que de ese modo se está endiosando lo abstracto y menospreciando lo concreto. Borges ilustraba bien este punto al despedirse de sus audiencias: “Me despido de cada uno porque es una realidad y no digo todos porque es una abstracción”.

Tal vez lo anterior resulte aún más claro si citamos un pasaje de Santo Tomás de Aquino, en conexión con el texto de esta encíclica, que se detiene en el concepto de amor al prójimo. Así se lee en la Suma teológica: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo, por lo que el amor al hombre para consigo mismo es como un modelo del amor que se tiene por otro. Pero el modelo es mejor que lo moldeado. Luego el hombre por caridad debe amarse más a sí mismo que al prójimo”.

Por otra parte, en la nueva carta encíclica no parece que se subraye el concepto tradicional de caridad y solidaridad que, por definición, para que tenga sentido, debe ser realizada con recursos propios y de modo voluntario, ya que lo que se lleva a cabo por la fuerza es la antítesis de la caridad y la solidaridad, y más bien se parece a un atraco.

Antes he escrito sobre la tragedia de los comunes que, si bien ha sido bautizada de este modo contemporáneamente por Garret Hardin, fue desarrollada originalmente por Aristóteles cuando refutó el comunismo de Platón. Este asunto tiñe todo el espectro del estatismo y es lo relacionado con los incentivos. Es importante percatarse de que lo que pertenece a una persona, obtenido con el fruto de su trabajo, recibirá de aquella mayor atención y cuidado que lo que pertenece a otro; además, en una sociedad civilizada, naturalmente no se tiene jurisdicción sobre lo ajeno.

Lo que es de todos no es de nadie y, por ende, los incentivos a cuidarlo no son lo mismo respecto de lo propio. En este sentido, considérese qué ocurriría si se debilitara la propiedad del Vaticano y todos pudieran usar y disponer de su patrimonio, para no decir nada de masivas interferencias en el suculento banco que sirve a sus propósitos.

Esta visión de respeto recíproco mejora la condición de vida de todos, pero muy especialmente de los más necesitados, puesto que la contención del despilfarro permite incrementar las antedichas tasas de capitalización y, consiguientemente, salarios e ingresos en términos reales. La tragedia de los comunes empobrece. Los países pobres viven el síndrome de esta maldición, y lo tragicómico es que se hace en nombre de los más vulnerables, que, lógicamente, son cada vez más vulnerables.


Este artículo se publicó originalmente en La Nación el 27 de octubre de 2020

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