Cansada de recorrer las calles pidiendo comida para su nieto de 4 años, la venezolana Carmen Bellorín se sienta en las cercanías de una concurrida avenida de Caracas suplicando que algún alma piadosa le regale algo. Lo que sea, cualquier cosa que le permita llenar el vacío estómago del niño.
Tiempo después, sus rezos son escuchados y tres personas descienden de un vehículo con ropa y juguetes, bienes que, al igual que los alimentos, su pequeño nieto también necesita.
Luego, otras personas llevan viandas con alimentos preparados. Quiso la suerte que esta vez la mujer de 45 años y su nieto solo tuvieran que abrir los envases y comer.
“No tengo nada, de verdad, me da tristeza a veces decirlo, ando por ahí buscando, pidiendo”, dice Bellorín a Efe tras recibir las donaciones.
Cerca de ella, una veintena de personas se forman como pueden para recibir también unas donaciones que consisten en ropa y juguetes de segunda mano. Cuando llega la comida, repiten el procedimiento.
Al igual que ellos, miles de venezolanos salen cada día a la calle a pedir para poder comer o vestirse. Es decir, pedir para vivir, un fenómeno que se transforma en otra fotografía de la acuciante crisis que sufre el país caribeño.
EN LAS CASAS, EN LAS CALLES
Muchos de estos ciudadanos que piden para vivir tocan las puertas de las casas de los considerados barrios acomodados y solicitan donaciones. Es una práctica que se ha hecho común en los últimos años, cuando la crisis venezolana tomó forma.
La irrupción de la pandemia por el nuevo coronavirus agudizó la situación de los más desfavorecidos, que vieron como sus ingresos mermaron por la parálisis de la economía.
“Estoy desempleada, ahorita no hago nada”, apunta Bellorín a Efe para explicar por qué sale cada día a pedir alimentos.
Quienes no piden en las casas suelen hacerlo a las afueras de supermercados o en restaurantes, donde muchas veces encuentran sobras, lo que no se vendió o la comida que está cerca de dañarse.
En ocasiones, Bellorín dejar su hogar en Petare, donde tiene asiento la favela más grande del país, y no encuentra donaciones en su “punto” cercano al bulevar más grande de Caracas.
Entonces, se une a quienes tocan las puertas de las casas o piden sobras en restaurantes.
“Más que todo los domingos”, dice. “Me muevo por otro lado, en un restaurante, donde vendan empanadas, más que todo a pedir para el niño, para que coma él”, agrega hablando sobre su nieto, un niño que está bajo su responsabilidad desde que su hija adolescente dejara de velar por el pequeño.
“DAR, DAR, DAR”
Como si estuviera repitiendo un mantra, el pequeño comerciante Manuel Santos dice a todo el que lo quiera escuchar que cada día hay que dar a los menos favorecidos algo de lo que se tenga.
“Nuestro lema es dar, dar, dar, que todos los días salgas con algo para dárselo a alguien, alguien lo necesita”, dice a Efe el hombre de 52 años tras donar la ropa y juguetes que Bellorín, su nieto y una veintena de personas más recibieron.
En 2016, cuando la crisis venezolana experimentó un pico que dejó sin alimentos las despensas de miles de hogares, Santos y su esposa Geraldine Fernández comenzaron a donar los alimentos que colectaban entre sus amigos.
Su grupo de cinco personas es conocido como “Bocados de Felicidad”, aunque no son una ONG ni una fundación sin fines de lucro.
“Registrarse cuesta dinero y preferimos usar el dinero para donar alimentos”, dice Fernández a Efe.
Pero la labor filantrópica de los Santos-Fernández está reñida con su escaso patrimonio. Ni siquiera tienen vehículo propio para trasladar las donaciones o colaboradores que no sean parte de la familia.
Y al igual que Bellorín viven en la favela de Petare, donde crían desde el desprendimiento a sus hijos de 11 y 17 años, dos jóvenes que experimentan una mezcla de emociones cada vez que acompañan a sus padres a donar alimentos, ropa y juguetes.
“No pueden entender como ellos sin tener dan y como otra gente teniendo no da”, dice Santos. “Se sorprenden y a veces les da como cierta mezcla de emociones”, añade.
“QUE DIOS ME DÉ”
A casi 700 kilómetros de Caracas, en el estado de Zulia -limítrofe con Colombia-, el artista Ramón Valera recuerda sus buenos años, cuando su empleo en un circo local le permitía costear sus gastos y su situación económica era “estable”.
El hombre de 64 años, que muchas veces duerme en las calles de la ciudad de Maracaibo, la capital zuliana y donde la crisis que atraviesa el país se expresa con crudeza, ahora elabora actos humorísticos y pide dinero a quien sonría sus gracias, un dinero que le servirá para alimentarse o pagar alojo.
Pero al final del día, Valera solo espera que Dios le dé lo necesario para vivir. En otras palabras, buena salud.
“Es preferible que Dios me dé, aunque pedir es igual. Las dos cosas tienen el mismo sentido para mí”, dice a Efe el hombre que, en ocasiones, sentado en un banco del centro de la ciudad, también recibe donaciones.
“Si me dan directamente, es aceptable. Yo no voy a despreciar el bienestar (las donaciones) de muchos”, añade.
Valera asegura a Efe que se siente “orgulloso” de lo que hace puesto que pide para comer, pero después de haber arrancado las sonrisas de los habitantes de su ciudad.
Es por ello que -dice- vivirá del arte callejero y de las donaciones que reciba. Y mientras, está preparado para seguir durmiendo en el banco de una plaza si no llegara a recaudar lo necesario para salir de la calle un día cualquiera. EFE