El pasado lunes 11 entré al hospital INOVA Fairfax, donde he sido voluntario por más de diez años (con 2300 horas acumuladas), pero esta vez como paciente para una nefroctomia-uretertomía radical, es decir la remoción de mi uréter y riñón izquierdos. Esta cirugía de bastante extensión se hacía necesaria por la presencia de una lesión cancerosa en la mitad inferior del uréter, la cual obstruía el paso de la orina proveniente del riñón, el cual se encontraba parcialmente lleno de líquido y sin poder hacer su función normal. Ya no era dable esperar más, so pena de muerte a corto plazo. Mi decisión de operarme no fue enteramente fácil. La muerte de mi esposa Marianela, en Julio 2020, me había robado de mucho incentivo para seguir viviendo. Me parecía sin sentido seguir el viaje solo, sin poderlo compartir con mi compañera de 63 años. A los 87 años cumplidos me parecía lógico sentarme a esperar la muerte, por abandono, como dicen en los deportes marciales. Además, la situación del mundo no era como para aferrarse a la vida. La pesadilla del corona virus había destruido mucha de nuestra calidad de vida. Éramos rehenes en nuestros propios hogares, temerosos de salir a la calle, con máscaras y distancias que eran necesarias pero que impedían hacer contactos sociales hasta con nuestros propios familiares. Asistíamos a diario a una tragedia universal, reportada “ad nauseam” por prensa, radio y televisión, mientras proliferaban las teorías conspirativas más absurdas que retrasaban la batalla contra el virus.
La misma epidemia había ido aplazando mi decisión, ya que el riesgo de contagio en el hospital se me antojaba tan grande o hasta más grande que mi aflicción urológica. Pero, de repente, tomé la decisión de llamar al médico y operarme. Decidí que no iba a esperar la muerte sino que debía salir a su encuentro, quizás con tan pocas posibilidades de ganar el encuentro como las tuvo Alonso Andrea de Ledezma frente a las huestes del pirata Amias Preston en 1609, a las puertas de Caracas.
Como apareció la enfermedad
En el verano de 2019 Marianela y yo decidimos hacer lo que sería nuestro último viaje. Elegimos volar a Portugal y pasar unas dos semanas en ese país, por el cual nos sentíamos atraídos. Pensábamos pasar la frontera norte con España y llegar hasta Santiago de Compostela, ciudad que no habíamos conocido. Ese viaje está reportado en este blog y otros sitios, verlo en : https://pararescatarelporvenir.wordpress.com/2019/09/15/gustavo-coronel-viaje-de-encuentros-y-despedidas/. Fue un viaje esplendoroso en un país amable, de grandes poetas, monasterios, gente sencilla, buen pescado y excelentes vinos tinto. Caminábamos 6-8 kilómetros diarios sin darnos cuenta, visitando toda clase de sitios sagrados y profanos, desde los primorosos expendios de latas de sardinas hasta los museos de azulejos. Luego, regresamos a casa en un barco de Holland America que navegó por el norte canadiense, bajando hasta Nueva Inglaterra, hasta llegar a Boston. Todavía tuvimos una “ñapa” de tres maravillosos días en Barrington, Rhode Island, en la casa de mi hija menor y su esposo, antes de llegar a Virginia.
En octubre 2019 tuve una primera señal de alerta, una fuerte hematuria (sangre en la orina) que me duró tres días. MI médico me ordenó ir al hospital, entrar por emergencia y hacerme una Resonancia Magnética (CAT SCAN). La ausencia de dolor era una mala señal porque la causa de la hematuria no parecía ser de un cálculo. La resonancia, en efecto, indicó la presencia de una zona afectada por un crecimiento de células irregulares, posiblemente cancerosas.
El siguiente paso fue conseguir un urólogo de calidad, lo cual hice en el mismo sistema del hospital INOVA donde era voluntario. Localizado el médico, este me indicó que debía someterme a una ureteroscopia, procedimiento que se lleva a cabo con anestesia total y que consiste en introducir un instrumento iluminado por el uréter, a fin de examinar la lesión y tomar una muestra del tejido afectado, a fin de hacerle una biopsia. Esto se llevó a cabo y después de una espera de muchos días el resultado fue inconcluso, ya que el material recolectado fue muy escaso y no permitió una identificación cierta. Se llevó a cabo un segundo procedimiento y se envió el material a dos anatomopatólogos en paralelo, uno en INOVA, el otro en Johns Hopkins en Baltimore. El resultado dado por Johns Hopkins determinó la presencia de un cáncer de bajo grado, con potencial de alto grado. Establecimos una fecha, en aquel momento, para la operación, para marzo 2020 pero esa fecha no pudo concretarse debido a la súbita presencia de la pandemia, la cual aplazó planes de cirugías que no fuesen urgentes.
Por largos meses me tuve que debatir entre la amenaza del virus y la amenaza del cáncer, el cual – sin embargo – mostraba pocos síntomas, realmente ninguno. Yo seguía viviendo una vida “normal”. Sin embargo, la súbita muerte de Marianela en Julio y una segunda y copiosa hematuria en septiembre me decidieron a tomar una decisión definitiva. Pensando que la incidencia del virus amainaría hacia fines del año fijamos la operación para enero 2021.
Dos semanas antes de la operación recibí instrucciones sobre lo que debía hacer previamente:
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Debía eliminar el uso de cualquier calmante tipo Ibuprofeno o acetaminofén o aspirina.
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Debía suspender el uso de cualquier medicamento para fluidificar la sangre ( blood thinners)
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Debía seguir tomando mis medicinas antihipertensivas, excepto el losartan el día de la operación
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Debía suspender el uso del viagra (esto fue sencillo porque nunca la había utilizado)
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Tres días antes de la operación debía hacerme el test del coronavirus y, al regresar a casa, no tener contacto con nadie hasta el día de la operación. Además, celebrar una entrevista con el anestesista, debido a que tengo algunos problemas cardíacos. Un nivel de hemoglobina un tanto bajo sugirió que podría requerir transfusiones de sangre durante la operación.
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La noche anterior y la mañana de la operación debía bañarme, enjabonarme bien, usar el champú acostumbrado, enjuagar y luego cubrirme todo el cuerpo con una solución antiséptica llamada Hibiclens, dejarla allí por unos tres minutos y finalmente bañarme otra vez, todo esto para lograr eliminar todas las bacterias posible. Vestirme de limpio y llegar al hospital dos horas antes de la hora fijada para la operación.
Día de la Operación
El lunes 11 mi hijo me llevó al hospital a las 8:30 de la mañana, al centro de Cirugía y me dejó allí. Al cabo de una corta espera, una enfermera vino a buscarme para llevarme a un cubículo preparatorio. Allí me dieron dos bolsas plásticas para meter mi ropa y mis zapatos y una túnica hospitalaria, de esas que nos obligan a mostrar el trasero y un gorro plástico para cubrir el pelo. Me acosté en la camilla y me comenzaron a poner antibióticos y suero intravenosos.
A la hora fijada para la operación apareció el cirujano y me dijo que la operación anterior a la mía estaba demorada y que ahora estimaba comenzar la nuestra a la 1:30 de la tarde. Como esa era la hora en la cual mis hijos estimaban que podría estar terminando, llamé a mi hijo y le dije: el vuelo a Londres tiene demora. No hemos abordado todavía. Veía mi operación como un vuelo desde Washington a Londres, en clase turista. Llamaríamos cuando hubiésemos aterrizado en Londres.
Eran casi las dos de la tarde cuando una enfermera llegó y me preguntó mi nombre, mi fecha de nacimiento y que tipo de operación me iban a hacer. Cuando le di la información, me dio un lápiz para que pusiera mis iniciales en el lado izquierdo de mi abdomen, a fin de asegurarnos que no me quitarían el riñón equivocado.
Me dijo: “Vámonos”.
La camilla se desplazó por corredores del hospital que yo conocía bien, por haber transportado a muchos pacientes por ellos. Bajamos a otro nivel del edificio y nos fuimos a la zona de los quirófanos, donde se siente bastante frío.
Al llegar al quirófano asignado me maravillé del espectáculo tipo Guerra de las Galaxias. Una iluminación impecable, todo blanco. Tres personas alrededor de la mesa de operaciones. A la izquierda pude ver un inmenso aparato de color blanco con ojos color rubí, o así lo recuerdo, y cinco o seis brazos que parecían terminar en un punzón. Aquello tenía todo el aspecto de un General en Jefe del ejército del Imperio. Me colocaron en la cama y me extendieron los brazos, en posición de crucifixión. Y vi al inmenso Robot moverse lentamente hacía mi costado izquierdo, con sus ojos brillando. El anestesiólogo me colocó una mascarilla y me pidió inhalar profundamente, contando uno, dos, tres….
Hasta allí supe de mí. Por videos que había consultado previamente, tenía una noción de lo que iba a suceder. El robot, manejado por el cirujano o su asistente (en mi caso, una mujer muy distinguida), abriría cinco agujeros en diferentes sitios de mi abdomen y, por allí, entrarían los dedos del robot que procederían a poner las abrazaderas (clamps) en los sitios adecuados para controlar el paso de sangre y facilitar el corte de lo que debía ser cortado. Primero, el uréter, al nivel de la vejiga, luego, hacia arriba, la zona del riñón. Mientras tanto, se hacía una incisión vertical por debajo del obligo, para sacar por allí los órganos que se separaban del resto del sistema. Todo este proceso duró unas cuatro horas. Al finalizar la operación estuve una hora en recuperación, saliendo del efecto de la anestesia y, a las 7 pm., fui trasladado a la habitación. Ya para ese momento el cirujano había hablado por teléfono con mi hijo, quien había contactado familiares y amigos.
¿Sentía Dolor? Muy moderado, quizás 4 sobre 10 en la escala. Una sensación de estar herido en el abdomen, de anormal distensión abdominal, de un área sensible que me impedía moverme con libertad. Estaba conectado con una jungla de cables para electrocardiogramas y puertos intravenosos para suero y antibióticos. Este aparataje era lo que más me molestaba. Tenía un Televisor enfrente y lo puse a funcionar con el remoto. Comencé a recibir visitas de todo tipo de enfermeras, uno que otro médico, tomaban mi tensión a cada media hora, todos me preguntaban si tenía dolor o náuseas. Ni lo uno realmente, ni lo otro. A pesar de ello, me dieron otro remoto con un botón azul que, al oprimirlo, liberaba un calmante en el suero intravenoso, el cual yo podía accionar tantas veces como fuera necesario. Lo usé un par de veces y no lo usé más.
Durante una custro horas me quedé en somnolencia, entre al sueño y el ver un juego de fútbol en la TV. A la 1 de la madrugada, entró una enfermera a tomarme los signos vitales y le pedí que me ayudara a pararme, que iba a comenzar a caminar. Me paré y arrastré conmigo el poste en el cual estaban conectados mis intravenosas, donde estaba el recipiente de la orina que salía por el catéter FOLEY y di mis primeros pasos, con mucha cautela. Salimos al corredor y comencé a caminar, dándole una vuelta completa al piso, hasta regresar a la habitación. Después de esa primera caminata de unos 120 metros, fui incrementando el número de vueltas y, cuando salí del hospital el jueves ya daba unas doce vueltas, casi una milla, durante el día.
Al día siguiente me visitó el cirujano, me dijo que habían hecho todo lo que habían planificado hacer y que tendríamos que esperar las biopsias para saber si todo estaba limpio. El corazón, me dijo, funcionó de maravilla, la tensión permaneció en la zona de 125/60 durante todo el tiempo de mi estadía en hospital, lo cual me sorprendió.
Al dormir bajaba mi nivel de oxígeno, lo cual llevó a que me dieran oxígeno por largos trechos. Durante la operación colapsó un pulmón, lo cual parece ser un fenómeno frecuente. Me pusieron a ejercitarme la respiración con un espirómetro, lo cual continúo haciendo en casa.
El jueves a mediodía me dieron de alta. Estoy de regreso, muy bien asistido por mis hijos, quienes me traen lo necesario. Duermo bien, como poco, pero mejorando cada día, la recuperación camina de manera satisfactoria.
Ahora, a seguir leyendo, escribiendo, caminando, buscando una causa.