Béatrice sabía que iba a morir. No como cualquier mortal que somos, que lo tenemos asegurado con certeza. Ella recibió un diagnóstico duro, irreversible. Y lo escondió por varios meses, para no molestar, para no inquietar a la familia, a los amigos. Lo informó 2 meses antes, cuando cualquier tratamiento médico lucía impotente y ninguna cura era posible. También había elegido desde hacía muchos años afiliarse a una asociación para morir con dignidad. Y nos dejó, como ella había escogido, como siempre quiso. Fue una gracia divina, un regalo providencial que ella pudiera partir con suavidad, sin despedirse, para no alterar el ritmo cotidiano, en su cama, durante la madrugada, en la víspera de la Nochebuena. Sin sufrimiento, apaciblemente. Con un libro en sus manos, mientras dormía. Hasta el último instante, con una curiosidad intelectual y existencial espléndidas. Pero cuando un amigo se va, cuando no pudimos apoyarlo y calmar su enfermedad o su pesar, queda una herida muy grande en el corazón, difícil de cicatrizar.
Béatrice, como dijo Simone de Beauvoir con gran admiración de su colega Simone Weil, más que sus conocimientos y sabiduría, que la distinguieron, tuvo “un corazón capaz de latir a través del universo entero”. Fue cosmopolita en el mejor de los sentidos; por su formación abierta al mundo, en su visión de la realidad, con sus decisiones personales, a través de sus preferencias lectoras. Su patria no se encontraba en un país en especial, geográficamente, aunque amara sus estadías plácidas de verano en Quiberon, junto al mar de Bretaña, en el oeste de Francia, aunque viviera en París; sino, sobre todo, en el corazón de sus apegos más entrañables. Sus amores y lares familiares se encendieron y nutrieron de modo esencial con raíces que brotaron desde su país natal, Francia, de Egipto y Bolivia, que fueron tierra ancestral, de Argentina, fuente incesante de profundos afectos y amistad, de su experiencia de vida en Venezuela, con sus luces y sombras difíciles, de Colombia, por nuestra fraterna y generosa amistad de poco más de 50 años, de la India, su más hermosa victoria de la vida: su única hija, Sonal, y su supremo y feliz regalo, su pequeño nieto Gabriel.
Su elegancia informal, su discreción e inteligencia ejecutivas se desplegaron con un cargo de mucha responsabilidad que la hacía viajar de Suiza a Londres, de París a Italia, sin el menor alarde o arrogancia por sus funciones; trabajó luego con la Orden de Malta, donde sobresalieron su compromiso y sentido humanitario. Generosa y compasiva, no solo con la familia y los amigos, fue voluntaria durante varios años en el hospital Necker, donde visitaba regularmente a niños, a veces tan enfermos, que los acompañaba a bien morir, lo cual la dejaba moralmente muy sacudida.
Siempre vimos a Béatrice sonreír, atenta y deseosa de saber todo lo que teníamos entre manos. Siempre preguntando. Viendo las cosas desde un ángulo que no era ni conformista ni convencional. Siempre con ese humor y esa risa… Siempre apurada y siempre presente…Yo creo que ella misma no alcanzó a imaginar nunca la profunda huella que ha dejado en mí su amistad, en mi vida cada palabra, cada comentario, cada reflexión. Cada duda que planteaba en perfecto español a mis escritos, a mis columnas quincenales de las que ella fue, hasta el final, una fiel y consecuente lectora….
Hoy, “gracias a la vida”, como canta el poema de Violeta Parra, por el coraje ejemplar, la rectitud y la noble lección de amistad de Béatrice, frente a la desolación trágica en que se ha convertido el horizonte para muchos en América Latina. En especial, Venezuela.