El gobierno cubano ha esgrimido la teoría de la Revolución armada pospuesta, de Fidel Castro. para intentar matar dos pájaros geopolíticos con un doble guiño a Colombia y Estados Unidos, usando un dato de Inteligencia “no contrastado” con otras fuentes ni “confirmado” por los guerrilleros colombianos huéspedes de La Habana sobre un posible atentado terrorista en Bogotá.
Cada vez que el castrismo se ha sentido débil y visto en peligro su permanencia en el poder, ha suplantado la guapería con pragmatismo y he tendido la mano discreta a Washington, como intenta hacer ahora La Habana, usando a Colombia para ver si consigue que Biden saque a Cuba de la lista de países patrocinadores del terrorismo.
El gesto de Cuba obedece a su debilidad por la crisis interna, a su necesidad de generar un acercamiento con Biden, tras el calvario Trump, y no tiene nada de novedoso porque responde a la teoría castrista de la necesidad de posponer la revolución armada y librar la batalla por el socialismo del siglo XXI en las urnas, que data de 1989, cuando el comandante Manuel Piñeiro Losada cayó en desgracia para facilitar el reacomodo de su comandante en jefe en el tablero regional.
Una vez que el embajador cubano en Colombia, José Luis Ponce Díaz, un experimentado oficial de la Inteligencia castrista, publicó su carta al gobierno colombiano, las terminales mediáticas pagadas por el tardocastrismo, exégetas y lobbystas disfrazados de académicos corrieron a difundir el “gesto de Cuba” para continuar su presión sobre Biden para que afloje la corbata Trump y, si no es mucho pedir, se dé prisa porque la Magdalena cubana no está para tafetanes.
En Colombia no todo lo que se mueve en el ámbito guerilla-gobierno, cuenta con el aval de La Habana, que solo tuvo posición de predominio con el desaparecido Ejército de Liberación Nacional (ELN), y más de una trifulca con las FARC de Tiro Fijo y desencuentros con el M-19; pero lo crucial es que el Palacio de Nariño no ha mordido el anzuelo castrista y ha reiterado su reclamo de entrega de los guerrilleros que participaron en el diálogo patrocinado por cubanos y noruegos.
Una de las primeras y escasas llamadas telefónicas de Biden a mandatarios de la región fue al presidente Iván Duque, como reconocimiento al peso específico de Colombia en temas hemisféricos y la crisis de Venezuela; por tanto, la jugada puesta en marcha por el embajador Ponce Díaz, tampoco ha calado en Washington, que juega con todo el tiempo a su favor en el ajedrez con Cuba.
Nada nuevo bajo el sol castrista que, desde hace años, enterró el hacha guerrillera y cambió el entrenamiento insurrecional en Punto Cero (Guanabo) y los PETIS I y II (Pinar del Río) por la Escuela de Medicina Latinoamericana, el Alba, las Cumbres Iberoamericanas y esos ejércitos de batas blancas, a los que roba el 75% de su salario y los usa como Caballos de Troya en los países que pagan sus cualificados servicios, que incluyen proselitismo a favor de los aliados políticos de La Habana. Cualquier parecido con el canje de cédula electoral por una operación milagro, al estilo batistiano, es más que una mera coincidencia.
En la primera Cumbre Iberoamericana de Guadalajara (México, 1991), Fidel Castro sorprendió a propios y extraños con la revelación de que Cuba había dejado de apostar por la vía violenta y con una mentira piadosa al país anfitrión: Cuba nunca ha apoyado grupos violentos ni guerrillas aquí porque ustedes fueron los únicos que no se sumaron al bloqueo norteamericano; Salinas de Gortari recogió el guante con una calculada respuesta: Bueno saberlo, comandante.
Pero antes, en 1981, Castro conocedor de que Moscú ya no creía en lágrimas caribes entregó datos de Inteligencia a Estados Unidos sobre planes de atentado contra Ronald Reagan, el mandatario norteamericano que, junto con Trump, más apretó a La Habana, aunque sin dejar de mandar a Haig, el americano feo, a negociar con Carlos Rafael Rodríguez en México.
En 1979, cuando ya el Kremlin había advertido a Raúl Castro Ruz que avisara a su hermano que si ellos se metían con los americanos, Moscú no iba a intervenir porque estaba harto de las incursiones africanas y latinoamericanas, el Comandante en Jefe se acogió a la coexistencia pacífica y pactó con Carter, Carlos Andrés Pérez y Rodrigo Carazo la revolución sandinista, donde unificó a las tres corrientes, aconsejó prudencia y sensatez y prestó apoyo armado al FSLN y a Costa Rica, ante posibles represalias de Somoza.
Las relaciones del castrismo con grupos violentos a lo largo y ancho del mundo y, especialmente en América Latina como respuesta a la hostilidad norteamericana ha quedado documentada en los testimonios de Juan Benemelis, Rómulo Betancourt, Dariel Alarcón Ramírez (Benigno), Enrique García Díaz (Walter), Humberto Vázquez Viaña, Gary Prado Salmón, Douglas Bravo, Regis Debray Jorge Masetti, entre otros y, parcialmente, por Ernesto Guevara, Mario Monje, Godefroid Tchamlesso, Harry Villegas, Ulises Estrada Lescaille y Juan Carretero (Ariel).
Manuel Piñeiro Losada, José Joaquín Méndez Cominches, Abelardo Colomé Ibarra, Ulises Rosales del Toro y Ramiro Valdés Menéndez no ofrecieron ni han ofrecido testimonios públicos de su participación en la ofensiva cubana en América Latina y África y, en el caso de Colombia, solo hay un testimonio parcial del propio Fidel Castro Ruz sobre una misión de rescate encomendada al también desaparecido José Arbesú Fraga, ya en la etapa de la revolución armada pospuesta.
Otros lugartenientes de Piñeiro, como Campos, Joa, Guillot, Gonzalito Bassols y Fernando Renedo, que abrieron los vínculos con narcotraficantes colombianos, guardan discreto silencio sobre aquellos días luminosos y tristes del Caribe, en los que nada tuvieron que ver Arnaldo Ochoa Sánchez y Antonio de la Guardia Font, sacrificados en el saturniano verano de 1989 para salvar a Fidel y a la revolución, como se dijo entonces, apelando, otra vez, a José Marti y la afrenta.
El castrismo pasó, en una noche geopolítica, de campamento guerrillero a socio en la integración latinoamericana y líder de no pagar la deuda externa a ritmo de desapego soviético, que alcanzó su máxima crudeza con Mijal Gorbachov; pero el mal ya estaba hecho, porque en 1967, los hermanos soviéticos privaron de petróleo por un mes al hijo díscolo cubano, empeñado en uno, dos, tres muchos Viet Nam, para sujetarlo a que cumpliera los acuerdos post Crisis de los Misiles.
Pero Fidel Castro Ruz, imitando a Máximo Gómez en el lazo de la invasión, hizo creer a los soviéticos que retrocedía, y -en una maniobra envolvente- sacó a Piñeiro de la DGI, que se profesionalizó al estilo Made in URSS, le ordenó crear el Departamento Liberación Nacional y, a José Luis Padrón, la Dirección General de Operaciones Especiales (DGOP), desde entonces y hasta 1989, la CIA y otras agencias de seguridad norteamericanas y adversarias no sabían a quien de los departamentos cubanos se enfrentaban.
Hace tiempo, Cuba dejó de ser referencia para la izquierda latinoamericana, incluso los presidentes Mujica (ex guerrillero, Uruguay) y Lula da Silva (sindicalista, Brasil) evitaron cuidadosamente reproducir el modelo castrista en sus gobiernos y que la relación con La Habana comprometiera sus vínculos con Washington, el FMI y el Banco Mundial.
Fidel Castro Ruz sabía que América Latina y el Caribe lo necesitaban como contrapeso en el tablero regional, pero el fiasco de Granada (1983) acabó por confirmarle que cualquier intento de colonización fracasaría; no es el caso de Venezuela, donde un ególatra ignorante de la geopolítica y de la propia historia de su nación, puso a la primera potencia petrolera del mundo al servicio incondicional de La Habana, cuando más lo necesitaba; el resultado de tamaña colonización ha acabado desestabilizando a Sudamérica.
Este artículo se publicó originalmente en CiberCuba el 9 de febrero de 2021