La República Checa ha superado en renta per cápita a España. Las razones que explican este hito son varias (entre ellas, su mayor flexibilidad laboral, su sistema impositivo menos agresivo contra el ahorro y la inversión o sus moderados niveles de endeudamiento público), pero creo que hay uno que conviene resaltar sobre los demás: su limpia transición desde el socialismo al capitalismo (algo que no sucedió en muchas otras repúblicas exsocialistas).
Recordemos que uno de los grandes retos que afronta cualquier país socialista que desee avanzar hacia el capitalismo es el de privatizar (o re-privatizar) los medios de producción. A la postre, el socialismo se caracteriza por la omnipresente propiedad estatal de los medios de producción, de modo que, para abandonarlo, es necesario devolverle a la sociedad la propiedad sobre los mismos. Y el riesgo de toda privatización, claro, es que aquellos individuos encargados de definir el procedimiento por el cual los activos estatales pasan a manos privadas lo retuerzan y lo manipulen en su propio beneficio, transformando entonces la nomenklatura socialista en una oligarquía mercantilista.
En 1990, Checoslovaquia era justamente uno de los países socialistas con mayor porcentaje de activos estatales: el 97% de toda la propiedad era público, lo que suponía un más que evidente obstáculo a la hora de progresar rápidamente hacia el capitalismo. ¿Qué hizo la República Checa (tras la disolución de Checoslovaquia) para lograr que apenas tres años después el 80% de esos activos ya estuviera en manos privadas?
Los métodos utilizados fueron diversos: por ejemplo, la restitución de propiedades a los propietarios originales (si uno podía acreditar que él o su familia era propietario de un activo antes de la confiscación socialista, podía iniciar un procedimiento para reclamar su devolución) o las subastas por parte de los gobiernos locales (pero permitiendo que fueran los ciudadanos quienes efectuaran propuestas sobre qué activos subastar y bajo qué condiciones). En ambos casos, se trataba de mecanismos concebidos para privatizar las pequeñas propiedades públicas (inmuebles, restaurantes, tiendas, hoteles, pymes…): pero, evidentemente, la mayor dificultad se hallaba en la privatización de las grandes compañías estatales. ¿Qué hacer con ellas? ¿A quién transferírselas? ¿Cómo evitar el riesgo de latrocinio extractivo por parte de agentes con capacidad para influir o engañar al poder político?
La crucial decisión que tomó al respecto el Gobierno de Václav Havel fue permitir que todos los ciudadanos checos pudiesen pujar en exclusiva por las acciones de esas compañías. Así, en las dos olas de privatizaciones de grandes empresas, cada ciudadano checo podía comprar, a cambio de 1.000 coronas checas (aproximadamente el equivalente al salario de una semana), un único cheque que contenida 1.000 puntos, y con esos puntos podía pujar por las acciones de las distintas empresas que se estaban subastando en ese momento (a las subastas, solo se podía acudir con esos puntos, no con dinero): 100 puntos, por ejemplo, daban derecho a comprar tres acciones de una empresa en la primera ola y dos acciones en la segunda (todas las empresas en cada ola tenían el mismo valor nominal de salida, y lo que cambiaba era el número total de acciones emitidas por cada compañía), y si había más demanda que oferta por las acciones de una determinaba empresa, se celebraba una segunda ronda en la que aumentaba el precio de las acciones hasta que se vaciaba el mercado (en la primera ola de privatizaciones, hubo cinco rondas; en la segunda, seis). Los ciudadanos, a su vez, podían optar por invertir directamente en las empresas o por depositar sus puntos en algún fondo de inversión nacional para que pujara en su nombre por aquellas acciones percibidas como más prometedoras por sus analistas.
Una vez los ciudadanos tomaron posesión de las acciones que habían escogido, ya tenían derecho a disponer de ellas como gustaran: o bien vendiéndoselas al mejor postor o bien reteniéndolas en su cartera confiando en su revalorización futura. Asimismo, y como las empresas ya estaban totalmente privatizadas, el Gobierno checo se desvinculó por entero de las mismas, de modo que estas pasaron a estar sometidas a la disciplinada del mercado (lo que las forzó a reestructurarse para volverse lo suficientemente viables y competitivas como para remunerar a sus nuevos dueños de verdad: los checos).
En definitiva, mediante ese sencillo mecanismo (que en última instancia consistía en privatizar las empresas públicas repartiendo acciones entre los ciudadanos en función de las preferencias inversoras que estos hubiesen expresado en relación con las distintas empresas), la República Checa consiguió escapar del socialismo minimizando el riesgo de captura oligárquica de los activos estatales. Un modelo que no solo pavimentó el camino hacia un desarrollo sano y sostenido, sino que además merece convertirse en una referencia para cuando, ojalá en algún momento no muy lejano, las sociedades occidentales desmantelen sus Estados hipertrofiados y debamos privatizar (es decir, devolver a la sociedad) la mayor parte de esas propiedades públicas.
Este artículo se pubicó originalmente en El Confidencial el 12 de febrero de 2021