A principio del siglo XX, los agricultores de EE.UU. buscando combatir a sus enemigos los pulgones, decidieron hospedar en su país a la Harmonia Axyridis, una variante asiática de lo que los simples mortales llamamos mariquitas y los biólogos denominan coccinélidos. Por su voraz apetito y ser un eficiente depredador, supusieron que serían un gran aliado, pues creían ciegamente que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, es una regla universal invariable. Pero las cosas salieron mal porque su efectividad colonizadora terminó convirtiendo al nuevo “asociado” en plaga y en un competidor de las especies nativas.
Cuando inició su dictadura, el sátrapa Maduro declaró al gobierno colombiano como enemigo de Venezuela, país que en unos de sus vomitivos discursos dijo que no limitaba por el oeste con Colombia sino con las Farc, y decidió, por supuesta afinidad ideológica pero especialmente porque era su socio en el tráfico de drogas y en el control de los recursos del Arco Minero Venezolano, que además de Hezbolá, alojaría en su país a sus “camaradas” colombianos que lo ayudarían, con o sin “piedad”, a combatir a su enemigo, formándose una alianza entre carteles narcoterroristas colombianos con los varios carteles criminales que conforman las fuerzas militares venezolanas.
En ecología, el principio de Exclusión Competitiva, o Exclusión Competitiva de Gause, establece que “dos especies que compitan por los mismos recursos no pueden coexistir en forma estable si los demás factores ecológicos permanecen estables”. En el mundo criminal sucede igual y por eso es normal que alianzas entre grupos criminales sean exitosas al comienzo, pero por la naturaleza perversa de los actores involucrados, derivan en guerras a muerte entre ellos, convirtiendo en víctimas a las poblaciones en las que se enquistan.
Ahora que el cartel gubernamental venezolano, intentando recuperar el control, está de pelea con sus examigos los carteles criminales colombianos hospedados allí, lo que llaman en biología “parasitoides”, se ha desatado una guerra sangrienta que afecta a los ciudadanos indefensos de la frontera en Arauca, pero que se desplazará probablemente a más partes de la misma. Analistas mamertoides, políticos ingenuos a pesar de sus canas, y secuaces del expresidente Santos como Gabriel Silva, exigen que el Gobierno colombiano abra “canales diplomáticos” con la dictadura venezolana porque esa es la “supuesta solución”. Como si meterse en peleas entre bandas criminales en territorio ajeno fuera una obligación de la Rama Ejecutiva.
El Gobierno colombiano tiene la obligación de defender su territorio y a los colombianos de este lado de la frontera, y hasta del otro, aunque su margen de maniobra allí es muy reducido, no por falta de capacidad para establecer un camino diplomático, sino porque a diferencia del anterior gobierno que se alió con un narcodictador para hacer un acuerdo de impunidad con un cartel narcoterrorista, al actual gobierno no le tembló la mano para romper relaciones con el gobierno criminal venezolano. Aunque no le alcanzó para hacerlo con el de Cuba