La historia de la Reina Isabel II con el príncipe Felipe de Edimburgo empieza como un cuento de fantasía. Tras enamorarse de jóvenes en los albores de la Segunda Guerra Mundial, mantuvieron una relación por cartas mientras se libró el conflicto bélico.
Con información de El Farandi
Dos años después de acabada la contienda, en noviembre de 1947, a los 21 años de edad, Isabel se casó por amor con el teniente de navío Felipe Mountbatten, quien había nacido príncipe de Grecia y Dinamarca y a quien, poco antes de la boda, su suegro, el rey Jorge VI, otorgó el título de duque de Edimburgo.
Recibieron 10 mil telegramas de felicitaciones y 2 mil 500 regalos de todo el mundo. A la boda asistieron dos mil invitados y fue la primera boda real transmitida a todo el planeta; además, más de 200 millones de personas de todos los continentes escucharon la transmisión radial.
Sería un sueño hecho realidad
Al principio a Felipe le costó mucho adaptarse al estilo de vida de la realeza británica, en secreto le llamaban “El germano”, no era visto con buenos ojos por muchos ingleses, porque lo consideraban un intruso y un cazafortunas. Si eso fuera poco, el esposo de la entonces joven princesa y heredera del trono tenía un temperamento fuerte y no le gustaban los protocolos de la corona.
Pese a eso vivieron felices unos años, Isabel lo amaba y él valoraba que ella por fin le daba lo que nunca había conocido: una familia. Pero en 1952, Isabel tuvo que suceder a su padre como monarca del Reino Unido y todo cambió.
Todo se rompió
Tras volverse reina, él no tenía mucho más trabajo que acompañarla como un marido ejemplar, siempre caminando tres pasos por detrás de su esposa. Además, se le fue negada su religión natal y sus deseos de unirse de nuevo a la mariana.
Su orgullo fue lacerado en diversas ocasiones, pues sus hijos Carlos y Margarita llevarían el apellido de su madre: Windsor, pero no el suyo: Mounbatten. Esto provocó tal enojo que pronunció una frase que aunque no pasó a la historia hizo historia: “No soy más que una maldita ameba. Soy el único hombre en el país al que no se le permite darles su nombre a sus hijos”.
Harto de su rol protocolar o de adorno de lujo, entre 1956 y 1957, Felipe decidió realizar un largo viaje sin su esposa. Los rumores comenzaron a proliferar: el príncipe viajaba solo pero no tan solo. Los chismes de infidelidades comenzaron a rondar.
Se le vinculó a mujeres como Daphne du Maurier, casada con un hombre que trabajaba en la oficina del príncipe; Hélène Cordet, su amiga de infancia y madre de uno de sus ahijados; y Pat Kirkwood, una de las artistas más bellas y reputadas en Londres. Se desempeñaba como actriz de teatro, bailarina de cabaret, actriz en radioteatros e incluso relatora de la BBC.
La reina trató de complacerlo
Luego de esos rumores, que nunca se pudieron comprobar, Isabel II dio a luz a Andrés y luego a Eduardo, quienes llevaron el apellido de su padre en primer lugar. A partir de esos gestos, Felipe pareció aceptar su destino, pero no del todo.
En 1962 llegó a la Argentina por negocios y política. Se dice que tuvo un idilio con Malena Nelson, una mujer con una belleza, pero nunca se confirmó oficialmente esta versión.
Se dice extraoficialmente que Isabel siempre supo de las infidelidades de su marido. Sin embargo las toleraba. Es que en público, Felipe cumplía con todo lo que se le exigía por cargo y rango. Participó de 22219 compromisos reales tanto que solía decir de sí mismo que era “el descubridor de placas más experimentado del mundo”.
Es probable que sólo siguieran el matrimonio por protocolos reales, pues siempre hubo versiones de que no dormían juntos y apenas y se hablaban. Esto se confirmó en 2017, cuando Felipe se retiró de la vida pública, trascendió que hablaban a diario por teléfono, pero como una mera costumbre.
¿Por qué nunca se divorciaron?
Pero la pareja se mantuvo firme y supo sortear las crisis y las tensiones. Isabel y Felipe vivieron juntos durante 74 años; se cree que Isabel fue quien quiso mantener la unión por el respeto que le inculcaron sus padres sobre el matrimonio, el cual lo consideraba como una institución sagrada. La palabra divorcio no formaba parte del diccionario de la reina Isabel II.