Raúl Castro lleva cinco años preparando su retirada. Lo anunció en abril de 2016 cuando advirtió que probablemente ese Séptimo Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC) sería “el último donde estaría presente la generación histórica”. Es presumible que esté sintiendo ahora la tentación de legar a sus sucesores alguna suerte de testamento político y el escenario ideal para darlo a conocer será el congreso que se reunirá la próxima semana.
Sabe el general de Ejército que ya todas las grandes agencias de prensa tienen adelantados los principales párrafos de su obituario en el que, según las inclinaciones ideológicas de cada una, lo calificarán como un inconforme reformista o el continuador de una dictadura. Sabe también que su última aparición como legítimo heredero del castrismo tendrá la potencial capacidad de retrasar o adelantar lo inevitable: el cambio.
Resulta bochornoso que el futuro inmediato de una nación esté supeditado a las veleidades de un dictador que pretenda dejarlo todo bien atado antes de retirarse, pero esa es la dura realidad.
Para retrasar lo que a todas luces es ineludible, al primer secretario saliente le bastaría exigir a sus sucesores el firme compromiso de “mantener en alto las banderas del socialismo”. Para adelantarlo, para “anticipar el futuro”, como diría un poeta, le sería suficiente una leve insinuación que convoque a concluir las reformas que él no pudo o no supo concretar.
Al concluir el Octavo Congreso le faltarán 45 días para pasar a la venerable condición de nonagenario. Desde la generación histórica solo él tiene la capacidad de enviar un mensaje que redefina las fuerzas del poder. Con su muerte se extinguirá el último ejemplar de ese clan que ha atenazado a la Isla por más de medio siglo: su despedida tendría que ser una carta muy bien jugada.
Sólo Raúl Castro puede enterrar la memoria del hombre que llevó al país al abismo al que se asoma hoy. ¿Actuará como líder o como hermano de su antecesor, como estadista o como parte de una familia? Solo él lo sabe.
Si, fiel a su reputación de hombre de familia que le han labrado sus aduladores, quisiera dejar a su descendencia biológica un país del que no tengan que avergonzarse, Raúl Castro tendría que optar por “abrir la talanquera”, como dicen los campesinos para referirse metafóricamente a las aperturas económicas y políticas.
Si está más empeñado en una estéril postura numantina para que no se le culpe de la capitulación; si no está dispuesto a asumir la responsabilidad y la autocrítica del cúmulo de errores en los que acompañó a su hermano durante décadas; si le importa más aparecer en la última página del pasado que protagonizar la primera del futuro, entonces crispará el puño y gritará alguna manoseada consigna.
El mutismo en que se ha encerrado desde la última vez que escuchamos su voz presagia la continuidad de su silencio. La ausencia de un testamento político para despejar el camino hacia los cambios reclamados tiene una enorme ventaja: no habrá que agradecérselo.
Este artículo se publicó originalmente en 14ymedio el 8 de abril de 2021