Su reinado fue breve. Tan sólo siete años. De 1925 a 1932. Luego, la caída. La cárcel, la enfermedad, el ostracismo, la muerte. Sin embargo, Al Capone y su leyenda lograron perpetuarse. Es el arquetipo del mafioso. Fueron muchos los que reinaron en la mafia luego de él, sin embargo la figura de Capone sigue siendo evocada y sigue generando misterio y atracción.
Por infobae.com
Alphonse Gabriel Capone nació en enero de 1899 en Brooklyn. Los padres, inmigrantes italianos, intentaban sacar la familia adelante; tuvieron ocho hijos. Desde muy chico le gustó estar en la calle. Buscaba siempre una oportunidad para resaltar, para obtener algún beneficio. En la escuela sus problemas de conducta eran frecuentes. Junto a sus amigos integró una banda que cometía delitos de poca monta.
En esos años conoció a Frankie Yale, un gángster que lo reclutó y lo tuvo entre sus favoritos dada la energía y disposición del joven Capone (cuando fue poderoso no dudó en mandar matar a su primer mentor por una cuestión de negocios). En una discusión en un local nocturno, a Al le cortaron la cara, dejándole unas profundas cicatrices en una mejilla. Ya no había que pensar un apodo para él, lo llevaba en la cara: Scarface.
Después llegó la mudanza a Chicago y, tras realizar los trabajos más diversos para su nuevo jefe se convirtió en la mano derecha del mafioso local Johnny Torrio. En poco tiempo, Al Capone pasó a manejar el negocio tras el retiro de Torrio y su vocación por eliminar toda posible competencia.
Eran los tiempos de La Prohibición, de la Ley Seca. Sus negocios eran mucho más vastos que la venta ilegal de alcohol. Si bien así consolidó su imperio, también se ocupaba de los demás rubros con los que los mafiosos recaudaban: juego clandestino, protección y prostitución. El ABC del crimen organizado.
Capone era bueno para los negocios. Y podía prever algunas situaciones. Avisaba en cada entrevista que la Bolsa se caería, instaba a sus cercanos a vender las acciones. Y también sabía que la Ley Voestad tenía poca vida y comenzó a diversificar sus intereses e inversiones. Se metió en los sindicatos (así casi todas las actividades productivas de la ciudad quedaron bajo su manto), con los transportes y con la leche.
A pesar de su violencia y de la ilegalidad manifiesta en la que se fundaba su poder, no era rechazado por el ciudadano común. En eso tuvo mucho que ver su carisma y la costumbre de aparecer en los medios. También ciertas actitudes demagógicas que lo posicionaron ante la opinión pública. Durante la Gran Depresión del 29 organizó entregas diarias de alimentos y leche para aquellos que lo necesitaban. Se mostraba como el que suplía las deficiencias del estado a través de grandilocuentes gestos de solidaridad: ollas populares, regalos navideños y otras donaciones con las que se pretendía ganar el cariño de la gente de a pie. Al Capone se definía como un benefactor público que brindaba pequeños placeres a los habitantes de su ciudad: alcohol, juego, prostitutas.
La clandestinidad de sus negocios se oponía a su omnipresencia en la conversación pública. Disfrutaba del protagonismo y lo buscaba con denuedo.
A Capone le fascinaba ver su cara en los diarios, leer en letras de molde sus declaraciones estentóreas y altivas. Fue un personaje mediático antes de que el concepto existiera. Eso explica que haya sido el gángster más famoso de su tiempo cuando en todo el territorio de Estados Unidos había, al menos, dos decenas de hombres con igual poder y similar poco apego a la legalidad. Quería ser famoso como Babe Ruth, firmar autógrafos, ser reconocido en la calle. Quería pasar de ser el enemigo público a ser una figura pública. Que muchos periodistas recibieran sobres mensualmente de su parte tuvo bastante incidencia en la creación de su imagen pública. No consideraba desatinado que un líder mafioso fuera tapa de Time.
Los ajustes de cuentas eran moneda corriente y se hacían a la luz del día. Los tiroteos se habían convertido en un espectáculo habitual en las esquinas céntricas de Chicago. En una visita a la ciudad, Lucky Luciano, el célebre mafioso de Nueva York, sentenció: “Chicago es una ciudad de locos. Nadie está seguro en la calle”. Algunos periodistas pedían al gobierno federal el envío de marines para dominar las calles. Capone -con su ferocidad, su búsqueda de poder y su ambición ilimitada- fue gran responsable de ese clima. Su lenguaje era el de la violencia.
En un momento eran tantas las muertes que el jefe de policía de la ciudad llegó a declarar: “No deseo alentar el negocio pero si alguien tiene que morir es bueno que los gángsters se maten entre ellos”.
Capone fue un asesino. Su figura ha sido romantizada a través de películas, novelas y de la nostalgia de un tiempo ido. Se le atribuye haber ordenado alrededor de trescientos asesinatos. A cada uno de sus enemigos y rivales intentaba liquidarlos. Fueron pocos los que se salvaron de su saña. Así fue como se quedó con el comando del mundo del hampa en Chicago. Pero los motivos por los cuales podía mandar a ejecutar a alguien eran de los más variados. Las víctimas no sólo fueron jefes mafiosos llenos de ambición. Cayeron, también, bajo sus balas quien le quiso robar algunos barriles de cerveza, los acusados de traición, viejos jefes, los que conocían secretos de su adolescencia, alguien que estaba en el lugar equivocado, los que se negaban a pagar la extorsión, el novio de alguna de las muchas mujeres que le gustaban, o alguno que no aceptó apoyar a su lista de candidatos en unas elecciones comunales.
La violencia también fue la que le permitió llegar a su lugar de preponderancia. Su jefe Johnny Torrio fue atacado a balazos por una banda rival y quedó al borde de la muerte; antes de salir del hospital decidió retirarse del negocio. Nombró como sucesor a Capone, quien desde el primer momento supo que para mandar debía ser, entre otras cosas, el más violento, el que mayor temor inspiraba.
Su rápida hegemonía en el hampa de Chicago tuvo su contracara. Eran muchos los que lo querían matar a él. Para evitar que sus enemigos consiguieran su objetivo, tomaba recaudos extremos. Durante un tiempo vivió en el Hotel Hawthorne pero luego se mudó al Lexington. El hotel tenía túneles que conectaban con otros edificios. Pero no los construyó el mafioso sino que era usual que todos los tuvieran para transportar mercaderías en tiempos de frío extremo. Pero para él eran la posibilidad de nuevas vías de salida en caso de emergencia. La suite que ocupaba Capone constaba de diez habitaciones. La que él utilizaba para dormir parecía un burdel de lujo. Pareces forradas con terciopelo, espejos en el techo, esculturas ostentosas y mucho oro.
La organización ocupaba una gran superficie del hotel. La seguridad era extrema. El acceso al líder mafioso parecía imposible. Ningún detalle había sido olvidado. Hasta el sillón que utilizaba Capone tenía el respaldo blindado. Cada vez que se desplazaba por el hotel era rodeado por 8 guardaespaldas, un auténtico escudo humano. Hombres que dormían, literalmente, en la puerta de su cuarto, armas y puestos de guardia en cada rincón. El cocinero debía realizar cada procedimiento culinario a la vista de algún hombre de mucha confianza de Capone y luego de terminar de cocinar debía probar cada plato frente a su jefe.
Se trasladaba en un Cadillac que pesaba siete toneladas, blindado, en la que cada parte del auto era a prueba de balas, los paragolpes de un material que no se abollaba y tenía también un dispositivo en la luneta por el que podía sacarse el caño de una ametralladora. En el vehículo invirtió 20.000 dólares (unos 250.000 actuales). Cuando cayó en desgracia, el Cadillac fue decomisado y debido a su solidez pasó a integrar la comitiva de seguridad del presidente norteamericano Franklin Roosevelt.
Sus crímenes no recibían sanción alguna. Los motivos eran varios. Una organización en la que la responsabilidad se diluía entre sus muchos miembros que sabían que si eran atrapados y querían mantenerse con vida, no debían abrir la boca. La policía tampoco solía atraparlos. Se calcula que Capone tenía comprado al 60% del plantel policial, incluido el jefe máximo de la fuerza. Y fiscales, jueces y jurados eran sobornado en las pocas causas que llegaban a juicio. Se empezó a hablar de una epidemia que afectaba a los testigos de estos casos: la amnesia de Chicago. Puestos en el estrado para inculpar a algún gángster, los testigos olvidaban hasta las más nimias circunstancias.
La confianza ciega en ese sistema corrupto que había montado fue lo que lo llevó a la cárcel. Cuando tuvo que enfrentar el juicio por evasión impositiva, Capone rechazó un acuerdo que le imponía la benévola pena de dos años de prisión (similar a una que estaba cumpliendo su hermano). ¿Para qué iba a aceptar, aún una pena menor, si no había posibilidad alguna de ser condenado? El gángster había comprado a todos los integrantes del jurado. Pero en medio de las audiencias, el juez se enteró de la situación y reemplazó a todos los integrantes.
A los nuevos los encerró en un hotel. Los confinó con una guardia severa para que no pueden ser infiltrados ni contactados por los mafiosos. La sanción fue la más severa posible por los delitos que se le imputaban. 11 años de prisión. El imperio de Al Capone se empezaba a derrumbar. La justicia lo había atrapado por evasión impositiva; una especie de argucia que reemplazó a la investigación y juzgamiento de los centenares de homicidios y decenas de otros delitos que cometía diariamente. El golpe de la ley llegó por el flanco más imprevisto.
Una de las grandes intrigas en la vida de Capone es la de su dinero. ¿Qué pasó con su gigantesca fortuna? ¿Dónde quedó? Como sus actividades eran ilegales y a raíz de la persecución de la IRS, el mafiosos movía ingentes cantidades de efectivo. Algunos de sus secuaces reconocieron haber visto habitaciones repletas de dólares que no tenían cómo guardar y no se les ocurría cómo gastar.
Se especula que Capone enterraba baúles con dólares y que tenía caja fuertes y cuentas bajo nombres de fantasía en los más variados sitios de Estados Unidos y el mundo. También varias empresas las manejaba a través de testaferros.
Cuando en 1932 fue encarcelado, su imperio tambaleó. Pero él logró mantenerlo en pie. Su poder era demasiado grande como para esfumarse de pronto. Lo mismo pasaba con el temor que generaba. La organización que había montado era sólida pero dependía demasiado de sus decisiones y de su presencia. En los primeros tiempos gozaba de beneficios en prisión. Confort, laxitud en la vigilancia de los guardias, visitas irrestrictas, celda con amplias comodidades y facilidad para comunicarse con el exterior. Pero ante una denuncia periodística, su situación cambió de forma drástica. Fue enviado a Alcatraz, bajo un régimen severo.
Su deterioro fue progresivo e indetenible. Una sífilis sin tratamiento fue minando sus facultades mentales. Demencia, pérdida de memoria, decaimiento físico. Tanto fue así que a fines de 1939 fue liberado por sus problemas de salud. Se radicó en Miami junto a su esposa. Allí pasó sus últimos días.
Pero una de las consecuencias de su enfermedad fue que Capone no recordaba dónde había escondido su tesoro mal habido. Ningún recurso fue de utilidad para recuperar esa plata. Decenas de millones de dólares ocultos esperando a ser descubiertos. Tras su muerte esa búsqueda se intensificó pero siempre resultó improductiva. El de la fortuna perdida de Al Capone es otro de los misterios de su vida.
Fue por eso que muchos años después de su muerte, un programa de TV bizarro provocó una pequeña conmoción.
El 21 de abril de 1986 un programa, en vivo, prometió durante dos horas develar el contenido de la bóveda secreta de Al Capone. Conducido por Geraldo Rivera alternó imágenes de archivo y entrevistas con especialistas con la búsqueda casi arqueológica en los sótanos del Hotel Lexington de Chicago de la cámara oculta en la que el gángster escondía quién sabe qué. Los túneles subterráneos del Lexington y el mito sobre cajas ocultas y bóvedas secretas hizo que la especulación de que hubieran descubierto algo importante fuera verosímil. Había en esos sótanos un reducto tabicado que prometía esconder algo prohibido: cadáveres, un arsenal, montañas de dólares.
La expectativa que generó fue impresionante. Batió récords de rating, y fue retransmitido por más de 190 canales de Estados Unidos y 30 países.
En algún segmento del programa, el presentador accionó una explosión con dinamita bajando la palanca en forma de T como si fuera el Coyote persiguiendo al Correcaminos: sólo faltó la marca Acme.
El riesgo de derrumbe del ya desvencijado edificio aportaba más incertidumbre. Entre la gente que estaba detrás de cámara había dos equipos muy especiales. Un grupo de forenses para manipular los cadáveres que se pudieran encontrar, y un equipo del IRS, la agencia de recaudación estatal, que esperaba alerta para decomisar los valores que hubiera en la bóveda: Al Capone al momento de su muerte todavía más de 800.000 dólares (actualizados significaban varias decenas de millones) en impuestos impagos.
Pero al derribar la pared final lo que encontraron provocó una decepción gigantesca. Nada. Sólo polvo, escombros y dos o tres botellas vacías de licor barato de los años treinta. A los productores no les importó. El negocio estaba hecho. Audiencia gigantesca y todos los avisos vendidos. La decepción de Geraldo Rivera fue visible, inocultable. Pidió perdón varias veces y se fue cantando una canción con los obreros que durante esas dos horas derribaron paredes y removieron escombros. El programa todavía puede verse en la web (vale la pena hacerlo).
Al Capone murió en su casa de la Florida en 1947. Tenía 48 años pero parecía de mucho más. La sífilis y sus consecuencias lo habían devastado. Quien no conociera su historia no hubiera podido creer que ese hombre arrumbado en una silla de ruedas, sin voluntad, sin discernimiento, había sido hasta pocos años atrás el enemigo público número 1. Terminó sólo, enfermo, demente y arruinado.
Fue un rey breve (entró a prisión a los 33 años) pero su estela de maldad y violencia, su estatura de personaje popular irrepetible, permaneció.
El mafioso murió pero la leyenda permaneció viva. Tanto que con el correr de los años, en vez de disolverse, en vez de esfumarse lentamente, sólo fue creciendo.