El reloj marca las 19.14 pero nada denota que sea la hora de romper el ayuno del mes sagrado de Ramadán en este asentamiento de refugiados sirios en el Líbano. La falta de los seres queridos y de comida en medio de una grave crisis económica hacen que esta época especial sea aún más dura que el resto del año.
Sobre las 18.30, el joven Abu Yaser y sus siete hijos esperan a que la madre termine de freír un puñado de ramilletes de coliflor y unas rodajas de patata y berenjena para compartir esta noche de Ramadán en una tienda vacía cuyo único mobiliario son dos pequeñas esterillas colocadas en el suelo en medio de un calor insoportable.
La familia ha sido una de las últimas en llegar al asentamiento número 22 del distrito septentrional de Akkar, en la frontera con Siria, y donde residen actualmente 165 refugiados, tras huir de Damasco por la escasez de combustible y alimentos, así como de la posibilidad de ser reclutado para luchar en el frente de batalla junto a las tropas de Bachar al Asad.
“Hoy no tenemos nada que nos haga sentir que es Ramadán, no tenemos nada, dejamos nuestras casas y nuestro país. No tenemos nada, no nos queda nada, ¿Qué va a significar el Ramadán para nosotros ahora?”, dice a Efe este padre de familia, de 31 años.
LOS MÁS AFECTADOS POR LA CRISIS
Akkar es la región más pobre del Líbano y en ella viven decenas de miles de personas refugiadas, especialmente vulnerables ante la profunda crisis económica que sufre el Líbano desde 2019, la peor desde la guerra civil en el país de los cedros, que acoge a un millón y medio de sirios, según las autoridades.
Con una inflación que el mes pasado multiplicó casi por cuatro el precios de los alimentos respecto a marzo del año anterior y la libra libanesa que se desploma a pasos agigantados, las ONGs enfrentan enormes dificultades para llegar a la población necesitada y este Ramadán el asentamiento 22 apenas ha recibido ayuda, explica a Efe Um Hassan, la “shawisha” o líder del lugar.
“Hay instituciones que nos están ayudando, pero no como antes. Desde el principio del Ramadán solo hoy y otra vez recibimos productos de higiene, incluso el suministro solía ser el doble de lo que nos dan ahora (…) Solo recibimos comida una vez desde el inicio del Ramadán”, asegura la mujer de 43 años.
Viuda, refugiada en el Líbano desde hace siete años y madre de cinco hijos, Um Hassan alquila el terreno en el que están instaladas las tiendas y sobrevive con una pequeña comisión que cobra a cada familia, algunas de las cuales han comenzado a hacer su propio pan al no poder permitirse comprarlo.
Sentada en su tienda, que cuenta con algunos muebles sencillos y una tira de luces con forma de estrellas y lunas en ocasión del mes sagrado, la “shawisha” enumera: el pan solía costar 1.000 libras libanesas, ahora cuesta 3.000; el aceite valía 2.500 libras, ahora 25.000; el gas se compraba por 7.000, ahora por 35.000.
“Echamos de menos el ‘tamarind’, el pan de Ramadán que era un producto esencial en el desayuno de este mes, y los dátiles, que ahora se venden a 15.000 libras el kilo”, lamenta.
UN AÍD AÚN MÁS TRISTE
Un par de lonas a la izquierda, Ahmad Bashir, de 48 años, califica el Ramadán de “catástrofe” debido a los desorbitados precios y a la pandemia, que ha hecho virtualmente imposible para este padre de seis niñas, con diabetes y una hernia discal, lograr ingreso alguno.
Los pañales para sus dos hijas con escoliosis cuestan una fortuna cada semana y este año las cestas que las ONGs solían repartir en el mes sagrado han sido sustituidas por una pequeña caja con un galón de aceite de girasol, cinco kilos de arroz y cinco kilos de azúcar para toda la familia.
“Esta caja nos ha dado tanta alegría como si tuviéramos el mundo entero”, dice a Efe Ahmad.
“Incluso la ‘shawisha’ del campo nos ayudó con comida, el otro día me preguntó qué íbamos a comer para el iftar (comida con la que se rompe el ayuno diurno) y le dije que aceitunas y pan, por lo que fue tan amable de traernos algo de comida de su propia casa”, explica el hombre.
Si este mes es duro, todavía peor será la festividad que marcará su fin a mediados de mayo: el Aíd al Fitr.
“Nos sentamos y lloramos en Aíd, estamos solos. El Aíd para mi es tristeza, toda nuestra familia está en Turquía, incluso tenemos parientes como madres y padres que están enfermos y no podemos verlos”, relata, ocho años después de huir de la guerra en Siria.
“El padre de mi mujer murió hace un año y ni siquiera pudimos ir”, lamenta, mientras las lágrimas comienzan a rodar por las mejillas de la esposa.
EFE