Al igual que ocurre con el agua, las fuerzas económicas “buscan su nivel” al interactuar con el extranjero. Los bienes y servicios comprados del resto del mundo deben poderse pagar en el tiempo. El pivote de este ajuste suele ser el tipo de cambio, es decir, el precio a que se transa la divisa, en moneda nacional. Como en toda mercancía, está sujeto a la puja entre demanda y oferta, modificándose el tipo de cambio en respuesta, siempre que el mercado sea de libre concurrencia. Ello altera la relación de precios entre bienes y servicios domésticos con respecto a los extranjeros, afectando la competitividad del aparato productivo y las expectativas sobre la sostenibilidad del tipo de cambio en el tiempo. Influye, a su vez, en el flujo de capitales hacia o desde el país. Pero, si se intenta mantener fijo el precio de la divisa, se impide este ajuste, obligando a la economía a responder por otras vías.
En principio, una nación puede pedir prestado o atraer inversiones para financiar sus déficits con el resto del mundo. Pero, con el tiempo, estos préstamos deben pagarse y la inversión devuelta a través del rendimiento que se espera de ella. Luego están las reservas internacionales, es decir, un colchón de divisas para cuando su demanda supera a la oferta. Ahora bien, si el objetivo de política es mantener el tipo de cambio fijo, las reservas internacionales se agotarán si no son corregidos los factores que ocasionan este desequilibrio. Expectativas adversas respecto a su sostenibilidad impulsarán una demanda por divisas todavía mayor, en previsión de que el gobierno aumente su precio. Esto suele precipitar la devaluación predicha, produciéndose lo que se llama una “profecía autocumplida”.
Ha habido gobiernos –como los de Chávez y el de Maduro– que se creen capaces de acotar permanentemente la demanda por divisas, suprimiendo la acción de las fuerzas económicas. Instrumentan un régimen de controles para intervenir directamente en el mercado de divisas y prohibir su libre cambio, buscando mantener su precio fijo. Ocurre, sobre todo, si, como en Venezuela, el Estado controla la oferta de divisas y raciona su venta al tipo de cambio establecido, con base en criterios fijados según sus objetivos de política. Chávez sobrevaluó, así, al bolívar, elevando el poder adquisitivo de los venezolanos, gracias al alza espectacular en los precios del crudo en los mercados mundiales. Junto a sus programas de reparto, aseguró el apoyo de muchos. A la par, minaba la productividad de la economía, acorralando al sector privado. En fin de cuentas, la fabulosa renta petrolera captada le permitía importar de todo con un dólar artificialmente barato y sin pagar los impuestos correspondientes.
Pero al racionar la divisa “oficial”, apareció, inmediatamente, un mercado negro, donde se transaba a un precio superior ante la presencia de una demanda insatisfecha dispuesta a pagarlo. Como evidencia la historia –no sola la de Venezuela—, estimuló operaciones especulativas, comprando divisas al precio “barato” del mercado regulado, para revenderlas al precio superior del mercado negro. Esto ocasionó todo tipo de distorsiones, aupando cualquier mecanismo –no importa si fuese ilícito—para ponerse en la divisa barata. En la Venezuela de Chávez y Maduro, tales irregularidades fueron asistidas por la ausencia de transparencia y de rendición de cuentas, un sistema judicial abyecto, y por la anulación de la función contralora y supervisora de la Asamblea Nacional y de los medios de comunicación libres. Se crearon, así, fuentes de lucro inusitadas para quien tuviese acceso al dólar controlado. Al eliminarse el tipo de cambio de Bs. 10 por dólar, el 26 de enero de 2018, éste se cotizaba en más de 260.000 bolívares en el mercado paralelo. Pueden imaginarse las fortunas amasadas a través de su reventa.
Pero el control de cambio no sólo propició la corrupción. Las distorsiones provocadas tuvieron un costo económico creciente, desalentando la inversión productiva y estimulando una fuga de capitales para poner a salvo ahorros y activos. Chávez se endeudó significativamente con el extranjero para compensar estas salidas. Pero, ante la destrucción de la industria petrolera y el retorno de sus precios, después de 2014, a niveles más acordes con las tendencias de largo plazo del mercado energético internacional, sobrevino, en 2017, el default del Estado venezolano sobre su deuda externa. Encima, la caída en los precios del crudo desnudó el clásico doble déficit –fiscal y externo, tan reseñado en la literatura económica sobre América Latina–, al pretender el gobierno mantener sus niveles de gasto. Ante la imposibilidad de acudir a los mercados financieros internacionales y la merma en los ingresos provenientes del petróleo y de la economía doméstica, el gobierno de Maduro recurrió al financiamiento monetario –la “maquinita” del BCV—para financiar sus déficits. Instaló, así, un terrible motor inflacionario, que terminó de arruinar la economía, destruyó puestos de trabajo, sepultó el poder adquisitivo de la población y disparó a niveles estratosféricos la cotización de la divisa en el mercado paralelo.
Ante tal cúmulo de distorsiones, desaciertos y negligencias de política, Maduro no tuvo más remedio que desmontar el control de cambio, permitir la dolarización de las transacciones domésticas y aliviar significativamente los controles de precio. Esto, sin duda, fue un paso en la dirección correcta, pero apenas un paso. Lamentablemente, ante las arbitrariedades y disparates del chavismo en el poder, la economía ya había tenido que ajustar su interacción con el mundo por otras vías: contrayendo en forma drástica el consumo doméstico, eliminando la inversión, deprimiendo el salario real y alentando la salida de casi seis millones de compatriotas, que ahora transfieren divisas desde el extranjero a sus familiares. En este proceso, se liquidó al bolívar como medio de pago, depositario de valor y unidad de cuenta.
La dolarización evidenciada en absoluto resuelve esta tragedia. Tampoco restituye el intercambio externo a lo que era antes del desastre. Ni siquiera provee el ansiado remedio a la hiperinflación, pues el régimen no puede dolarizar su propia gestión, ya que sus ingresos en divisas son muy inferiores a sus compromisos de gasto. Se vería obligado a reducirlos brutalmente, despidiendo empleados y dejando sin recursos a los servicios públicos y a otras dependencias. Con la destrucción de PdVSA, de las empresas básicas y la ruina de la economía privada, la economía genera muy pocos dólares. El saqueo de las riquezas minerales de Guayana, las transferencias de familiares expatriados y, claro está, los proventos del tráfico de drogas y de otros ilícitos, proveen divisas, pero lo que ingresa por estos conceptos está lejos de lo requerido para recuperar los niveles de consumo deseados. Salvo las empresas que han podido dolarizar los salarios, éstos, en general, continúan en niveles miserables.
La única solución –y estamos cansados de repetirlo– es la mejora acelerada de la productividad y de la competitividad de nuestra economía. Pero no ocurrirá sin un programa de estabilización y de ajuste económico creíble que abata la inflación y eche las bases de un marco institucional capaz de transmitir seguridad y previsibilidad. Ello permitirá contraer un generoso empréstito de los organismos financieros multilaterales para encarar las numerosas necesidades derivadas del colapso del Estado, y atraer inversiones productivas en petróleo y en otras áreas. Inversiones en infraestructura, el rescate de los servicios y la modernización de la administración pública, serán imprescindibles para bajar los costos de transacción e incrementar la productividad y, con ello, el nivel general de salarios.
Pero lo anterior es totalmente contrario al régimen de expoliación del que viven las mafias que se han atrincherado en el poder. La mejor muestra de tan perversa dinámica es el intento de uno de sus mayores capos de despojar a El Nacional de sus instalaciones, valiéndose de la bochornosa complicidad de un tribunal. Más que nunca, hay que forzar un cambio político para salvar a Venezuela y a su gente.
Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, humgarl@gmail.com