José Andrés García Feito.
El Marxismo, en todas sus denominaciones, como corriente ideológica, siempre ha enarbolado como uno de sus iconos propagandístico la lucha de clases. El socialismo parte de varias premisas fundamentales que hacen compleja su viabilidad. La primera es dividir la sociedad en clases y enfrentar a unos contra otros de manera deliberada, creando desde su origen y por decreto el comienzo de una guerra donde se enfrenta a una parte de la sociedad contra la otra. La famosa lucha de clases. Lo curioso es que todas esas clases viven en perfecta armonía mientras existe democracia, hasta que llega una revolución socialista y entonces todo el mundo se convierte, de pronto, en enemigo de todo el mundo.
De acuerdo a lo que anotó Marx, la lucha de clases produce una polarización social de los individuos solo por el hecho de pertenecer a una de las clases sociales que existen en cada momento de la historia. Esta polarización se debe -de acuerdo a su postulado- a una situación básica de explotación social.
Nada más errado. La dictadura del proletariado crea un Estado policiaco en el que los individuos tienen hasta miedo de pensar, y por lo tanto, las ideas no fluyen, no hay innovación, se impide el cambio y la creatividad, así como la comunicación con el mundo externo, y el país entero vive inmóvil, como detenido en una época pasada, temeroso de la inevitable represión ante cualquier idea heterodoxa.
Podemos considerar la ideología como una construcción teórica a priori con el fin de formar creencias e interpretar realidades, un conjunto de ideas establecidas no en función de lo real sino de lo deseable. Llegamos a ser recalcitrantes y testarudos a la hora de asumir, a ultranza, la defensa de lo que consideramos sea nuestra ideología, sin haber alcanzado -en la mayoría de los casos- ni la comprensión de los conceptos que la originan, y menos del resultado de experiencias.
El régimen insiste en la idea de que todas las desgracias que agobian a los “pendejos” de siempre son efecto de la guerra económica que agrede al país desde todos flancos, menos de lado que puede ser el más probable como causa eficiente de la catástrofe que padecemos: la conversión de la gestión y la política pública en un acto ideológico en lugar de una variable para el progreso general de la nación. Una ideología que niebla el entendimiento y nos pone cada vez más distantes de la posibilidad de ingresar al Siglo XXI… Y que nos arrastró a este interminable marasmo de corrupción, atraso y usurpación.
El socialismo parte de varias premisas fundamentales que hacen compleja su viabilidad. La primera es dividir la sociedad en clases y enfrentar a unos contra otros de manera deliberada, creando desde su origen y por decreto el comienzo de una guerra donde se enfrenta a una parte de la sociedad contra la otra. La famosa lucha de clases. Lo curioso es que todas esas clases viven en perfecta armonía mientras existe democracia, hasta que llega una revolución socialista y entonces todo el mundo se convierte, de pronto, en enemigo de todo el mundo.
De una manera hasta romántica, Marx veía el desarrollo y la ampliación de los espacios de libertad del hombre, en conjunción con el progreso técnico, permitiendo que todos pudieran, si así lo querían, pescar en la mañana, cazar en la tarde; y en la noche, ser críticos de arte (Si bien Marx no hacía nada de esto, ya que estudiaba y escribía de la mañana a la noche, mientras que Engels, como buen mecenas capitalista, lo mantenía)
Ahora bien, para evitar ser cegados por las latosas ideologías es necesario, además de revisar nuestras creencias, comprobar nuestras ideas y cuestionar sus certezas. Releyendo un libro escrito por René Bertrand-Serret hace más de 50 años -“El mito marxista de las clases”- encontramos estas advertencias:…”Para los sembradores de división el mito de las clases representa un medio cómodo y un instrumento eficaz y poderoso con vistas a convertir las diferencias en antagonismos y a exacerbarlas en hostilidades irreductibles. Los burgueses son responsabilizados colectivamente de las faltas presentes y pasadas de algunos entre ellos; y, a la vez, los obreros son calificados colectivamente por la miseria pasada o presente de una parte de ellos para reclamar de cualquier burgués un crédito eterno…”.
Caemos en apasionamientos y fundamentalismos sin admitir discrepancias, y algo lamentable, sin tratar de integrar lo que por mínimo pueda ser de utilidad, al menos adaptable o pongamos, aprovechable, de esas doctrinas que adversamos con tanta firmeza; y no se trata de abjurar de nuestros principios, se trata de empezar a buscar los necesarios puntos de encuentro.
Y de esto se trata la verdadera democracia, de apartarse de tantas intransigencias y exclusiones, de no convertir los postulados en dogmas de fe, de admitir la discusión sobre los argumentos y no ad hominem -como hacía el comunismo- o sobre categorías prefabricadas, como hacen tantos partidarios del régimen, al recitar aquella desempolvada cartilla que no logra ubicarse en este dinámico siglo XXI, nos referimos a las vetustas lecciones marxistas que nos planteaban la lucha de clases como “el motor de la historia”.
Motor, que por cierto acá se fundió, junto con aquellos cinco que trataron de poner en marcha hace mucho tiempo, pero ya estaban fundidos.
Hace un año, cuando se declaraba la pandemia en nuestro país, el diario “El Mundo” de España publicó:… “La lucha de clases también está presente en la pandemia que ha paralizado al mundo. En sus discursos, Maduro insiste en que los contagios nuevos se desarrollan especialmente en el este de Caracas, clase media y alta opositora en su mayoría. Para rematar – afirma Maduro- el coronavirus es una enfermedad de ricos que viajan y trajeron el virus de Europa…”
Afirman los entendidos -y así se siente por doquier- que se aproxima el momento de aterrizar en lo concreto. Son 22 años de incesante y altisonante palabrería, de alienantes mensajes que llaman a la confrontación, a la desunión como sociedad; acá más que lucha de clases lo que enfrentamos en términos de enorme desventaja es una clase de lucha sin réferi ni campanas: es la lucha por la supervivencia ante una violencia incontrolable; es la lucha contra la oscuridad no sólo por la irresoluta crisis eléctrica, sino por la penumbra moral a la cual nos ha conllevado este irresponsable régimen.
Y ahora, una lucha por el derecho más sagrado, el Derecho a la Vida, una lucha desigual contra otro enemigo tan nocivo como el régimen, pero que puede ser derrotado si logramos las vacunas.
Manuel Barreto Hernaiz