La bárbara respuesta represiva de Díaz Canel evidencia la carencia de un relato creíble capaz de justificar la brutal represión contra millones de ciudadanos, que al grito de ¡Patria y Vida! piden libertad y democracia, y exigen el fin de sesenta y dos años de oscurantismo totalitario, de miseria y corrupción.
El sargento estalinista que gobierna en la Habana repite el gastado libreto del bloqueo, de las sanciones, y de la supuesta amenaza de invasión armada, para justificar las cobardes golpizas contra hombres mujeres y niños, ejecutadas por delincuentes que han sido entrenados en sus escuelas de represión y terrorismo.
Las escenas de esos vergonzosos apaleamientos contra seres humanos indefensos, realizados por decenas de forzudos y bien alimentados sicarios, han dado la vuelta al mundo, demostrando crudamente la verdadera naturaleza de una revolución que hace rato quemó sus mitos, y que ahora con Díaz Canel se desnuda en la plenitud de sus miserias.
Estos días de sorpresivas y espontaneas protestas han permitido que el mundo libre mire lo que queda de una escuálida dictadura, incapacitada para convocar aquellas multitudes que rendían culto obligatorio a Fidel Castro, o que asistían a la Plaza de la Revolución a condenar las agresiones externas que recurrentemente inventaba la propaganda oficialista.
Quienes asistían a aquellas fastidiosas veladas revolucionarias son los mismos que han salido a las calles a pedir la renuncia de Díaz Canel y a luchar por la conquista la democracia.
No hay pueblo cubano que salga a defender la tiranía. Sólo le queda a la desgastada y solitaria nomenclatura del partido comunista el arma de la represión ejercida a patadas y batazos, que de continuar profundizará el caos y hará crecer aún más la indignación colectiva.
El gobierno de los Estados Unidos y las democracias de Europa y América están moral y políticamente obligados a responder por el destino de Cuba. No hay excusa frente a la rebelión popular y democrática de toda una nación que exige su derecho a ejercer plenamente la soberanía y a decidir libremente su destino.
No hay gobiernos, ni parlamentos, ni líderes, ni partidos políticos democráticos, que moralmente puedan justificar o defender, de manera activa o con su indiferencia, la violación masiva de derechos humanos que está ocurriendo en la hermana república antillana.
Las organizaciones internacionales, las instituciones religiosas, los intelectuales, los medios de comunicación, y todos los ciudadanos comprometidos con la defensa de los valores de la persona humana y la libertad, deben exigir y trabajar por el final de aquel régimen totalitario.
Y ante la ofensiva de los grupos de extrema izquierda ubicados en instancias democráticas representativas, y de las campañas desarrolladas por las cadenas monopólicas de medios de comunicación “progresistas”, que atribuyen a “las sanciones del imperialismo” las causas del drama cubano, es necesario recordar la criminal e irreductible condición dictatorial del castrismo como causa fundamental de esa tragedia.
En Cuba no hay gobierno legítimo. Quienes allí detentan el poder convirtieron a ese país en la nave nodriza de la desestabilización y la violencia terrorista en América, y en la cárcel de un pueblo privado de todos sus derechos ciudadanos. Por lo tanto, su rebelión democrática debe ser protegida, y ayudada a lograr sus objetivos. Dejarla languidecer sería un pecado histórico de la comunidad democrática. Y constituiría otra cruel victoria del totalitarismo en su guerra contra la civilización y la democracia en el mundo.