El 4 de agosto de 1944 ella y su familia fueron descubiertos por el ejército alemán y deportados a los campos de concentración. En un cuaderno que le había regalado su padre dejó anotadas sus vivencias, desencantos e ilusiones: “Si no pudiera escribir, me asfixiaría completamente”
Por Infobae
Pero, ¿quién es esta chica? No conocimos su voz, jamás la vimos, nunca intercambiamos palabra alguna, ella en su idioma de consonantes cerradas y nosotros con el nuestro de vocales abiertas; nació hace 92 años: podría estar viva hoy y recordar o bien una vida plena, de no haberla rozado el espanto, o bien esa otra vida de horror que signó, y ciñó, su breve paso por el mundo; pudo ser una sobreviviente, pero no vivió, murió en cambio a los 15 años, pocos meses antes de cumplir los 16, en un campo nazi de concentración, el de Bergen Belsen; no la abatió el horror sino el tifus, que era otro criminal aliado al nazismo.
¿Quién es, aún, Ana Frank? Su destino no fue diferente al de muchos adolescentes que sucumbieron en las cámaras de gas o en las barracas de aquellos campos de la infamia que Europa repitió, de modo atenuado, durante la guerra en la ex Yugoslavia en los años 90. No es su destino el que hace diferente a Ana Frank, sino Ana Frank quien hizo diferente a su destino. Escribió. Dejó sus pensamientos, su intimidad, sus sueños, sus deseos, sus decepciones, sus esperanzas, sus miedos, sus alegrías en un diario de adolescente, un cuaderno de tapas a cuadros rojos y blancos, biselados con beige, que un día vio en el escaparate de una librería de Ámsterdam y que su padre le regaló cuando cumplió trece años, el 12 de junio de 1942. La última entrada escrita en ese diario, si tomamos como uno sólo los distintos cuadernos en los que describió sus días, es del 1 de agosto de 1944. Tres días después, Ana, y su familia, fue capturada por los nazis y enviada a un campo de concentración. Faltaban nueve meses para que terminara la Segunda Guerra Mundial, el nazismo estaba derrotado, pero no muerto, por lo que seguía matando con esa eficiencia rigurosa y suicida que da siempre el fracaso.
A Ana, la pequeña Ana, la chica que vivía con la risa a flor de piel, la rebelde Ana que quería alejarse de la presencia poderosa de la hermana mayor, que debía ser un ejemplo a seguir, un talento en matemáticas y a quién le importa porque Ana eligió las letras, quería ser escritora, o periodista famosa; a esa Ana que pervive en un par de fotos ajadas, que nos sonríe aún con una mezcla de ternura y picardía, los dientes blancos y desparejos, y que nos mira desde el tiempo y quién sabe qué ve, a Ana Frank la sobrevivió su diario de muchacha enjaulada.
Su historia, que en estos tiempos puede quedar a merced de la tontería, de esa impudicia que engalana la torpeza y que Salman Rushdie describe, con un bisturí, como “la cultura de la ignorancia agresiva”, es recordada hoy porque se cumplen setenta y siete años de su captura por los nazis; es un aniversario del día oscuro en que un imperio hecho para la destrucción, intentó acallar a una chica de 15 años que soñaba. Y la chica pervive aún, y lo hace en el nombre de tantos de sus hermanos adolescentes asesinados, para recordarnos que la libertad es inevitable. Es por eso que recordamos, y queremos, y miramos a Ana cuando nos mira, y desdeñamos a la tontería y a sus fieles: porque aún hoy, desde allá, Ana nos punza, no te duermas, que no hay nada sin libertad.
Annelies Marie Frank nació el 12 de junio de 1929 en Frankfurt am Main, Hesse, Alemania, en una familia de judíos alemanes asimilada a una sociedad liberal, que no pensaba en leyes raciales, que vivía los estertores de la República de Weimar, envuelta en una crisis económica de catástrofe. El padre, Otto Frank, había sido teniente del ejército alemán en la Primera Guerra Mundial y se había convertido en empresario. Edith, la madre, cuidaba la educación de sus hijas: Margot, tres años mayor que Annelies, que pasó a ser Ana.
En marzo de 1933, dos meses después de la llegada de Adolf Hitler a la cancillería del Reich, unas elecciones municipales en Frankfurt, que dieron la victoria al nacionalsocialismo, desataron las primeras grandes manifestaciones antisemitas en la región. El huevo de la serpiente se había abierto. Otto Frank vio antes que nadie lo que se avecinaba y aceptó montar en Ámsterdam una filial de Opekta, una empresa dedicada a elaborar materia prima para la fabricación de dulces y mermeladas. Todos los Frank dejaron Alemania y se instalaron en Holanda. Por eso perdieron la ciudadanía, según las nuevas reglas del Reich que iba a durar mil años. Fue en Ámsterdam donde Ana empezó a escribir en secreto.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, en septiembre de 1939, Ana tenía diez años, los judíos exiliados en Holanda temieron que las ansias de expansión de Hitler se extendieran a los Países Bajos: casi no tuvieron tiempo de pensarlo. El 10 de mayo de 1940 las tropas alemanas ocuparon el país, los neerlandeses se rindieron, la reina Guillermina se exilió en Londres y los judíos supieron que les esperaba el mismo destino del que habían huido en Alemania. Las leyes “anti judíos” les quitaron sus derechos, se les apartó de la vida social y cultural y de las instituciones públicas y de los cargos oficiales; los registraron primero, uno por uno y luego hasta bicicleta por bicicleta, y después los obligaron a llevar prendida de las ropas una estrella de David que los identificaba. Otto Frank tomó dos decisiones que, creyó, salvarían a su familia: cedió la dirección de su empresa a dos colaboradores arios, y armó un escondite en la parte trasera de su empresa, en el 263 de Prinsengracht, en un viejo barrio de la ciudad. El escondite pasó a ser: “La casa de atrás”. Eran tres plantas unidas al edificio principal, con dos habitaciones y baño en la primera planta, cincuenta metros cuadrados unidos al edificio principal, una habitación grande y otra más chica en el piso superior, y una buhardilla en lo alto, a la que se accedía por una escalera de mano. A esa “Casa de atrás” se accedía por una puerta, disimulada detrás de una estantería de libros que se alzaba en las oficinas de la empresa.
En junio de 1942, cuando Ana cumplió 13 años, Otto Frank le regaló aquel diario para que anotara sus impresiones personales. Menos de un mes después, la hermana de Ana, Margot, recibió una citación de la “Unidad central para la emigración judía en Ámsterdam” que ordenaba la deportación de la muchacha, de 16 años, a un campo de trabajo. Otto Frank ocultó entonces a toda su familia en la Casa de atrás. Contaron con la ayuda de varias personas a quienes consideraron sus protectores, que les llevaban alimento y ropas casi a diario y que arriesgaron su vida para cuidarlos. La odisea de los Frank, y de Ana, empezó el 6 de julio de 1942. Una semana después se unieron a ellos en el escondite la familia de Hermann van Pels, un carnicero judío que también había escapado de Alemania y en Ámsterdam había montado con Frank una pequeña empresa dedicada a la venta de especias. Y en noviembre se agregó el dentista Fritz Pfeffer. Eran ocho personas, los cuatro miembros de la familia Frank, los tres de la familia van Pels, entre ellos Peter, un jovencito un poco mayor que Ana, y el dentista Pfeffer.
Pasaron dos años escondidos, sin poder salir a la calle, sin hacer ruidos que pudiesen ser detectados desde el exterior, sobre todo en la noche, cuando se suponía que la empresa estaba cerrada, no podían accionar el depósito del baño a esas horas, no podían vivir con las luces encendidas. En algunas noches, después que la empresa cerraba sus puertas y el último de los empleados se marchaba a su casa, los refugiados podían cenar en la casa principal con sus protectores y escuchar las transmisiones de la BBC de Londres. Se enteraban en parte de la marcha de la guerra, pero también supieron de las deportaciones de judíos a los campos de concentración y que se los había privado de su nacionalidad. A Ana le fue muy duro compartir habitación con Fritz Pfeffer, el dentista, y ver en gran parte invadida su intimidad de muchacha. Discutía a menudo con su madre, la más religiosa de los Frank, y se llegó a cuestionar si sus padres se amaban en realidad, o si Otto se había casado con Edith por conveniencia.
Parte de esas tensiones están registradas en las páginas que Ana escribió en secreto, incluidas algunas referidas a un romance, o casi romance, o acaso romance, con el chico van Pels. Esas páginas fueron y vinieron en las sucesivas ediciones del diario de Ana, que también escribía en sus páginas otras cosas. Por ejemplo: “Escribir un diario e es una experiencia muy extraña para alguien como yo. No sólo porque yo nunca he escrito nada antes, también porque me parece que más adelante ni yo ni nadie estará interesado en las reflexiones de una niña de trece años de edad”. Podía también expresar su esperanzado idealismo: “¡Qué maravilloso es que nadie tenga que esperar un instante antes de comenzar a mejorar el mundo!” Esa esperanza no la hacía perder de vista la realidad: sabía de las deportaciones de judíos y que los nazis ofrecían dinero a quien los delatara: “Es difícil en tiempos como estos pensar en ideales, sueños y esperanzas, sólo para ser aplastados por la cruda realidad. Es un milagro que no abandone todos mis ideales. Sin embargo, me aferro a ellos porque sigo creyendo, a pesar de todo, que la gente es buena de verdad en el fondo de su corazón”
¿Qué más escribía Ana? Tenía catorce, quince años, y vivía atenaceada por el miedo: ”Me angustia más de lo que puedo expresar el que nunca podamos salir fuera, y tengo mucho miedo de que nos descubran y nos fusilen”. Y, al mismo tiempo, se veía como una mujer presa también en un mundo de hombres: “Yo sé lo que quiero, tengo un objetivo, una opinión, tengo una religión y amor. Déjame ser yo misma. Sé que soy una mujer, una mujer con fuerza interior y un montón de coraje (…) No se nos permite tener nuestra propia opinión. La gente quiere que mantengamos la boca cerrada, pero eso no te impide tener tu propia opinión. Todo el mundo debe poder decir lo que piensa. (…) ¡Las mujeres deben ser respetadas! En términos generales, los hombres son tenidos en gran estima en todas partes del mundo, así que ¿por qué no pueden las mujeres tener su parte? A los soldados y a los héroes de la guerra se les honra y conmemora, a los exploradores se les otorga fama inmortal, los mártires son venerados, pero ¿cuántas personas ven a las mujeres también como soldados?”
El diario de Ana Frank permite vislumbrar su crecimiento, la hondura de su corta vida, casi dan ganas de correr a abrazarla cuando lame sus heridas con una frase: “A pesar de todo, sigo creyendo que la gente es realmente buena de corazón”. Sólo que ya no podemos saber lo que pudo haber sido. Tal vez una periodista extraordinaria: ejercita la crónica como una gran profesional. Tal vez pudo ser, acaso, una gran escritora porque a tan corta edad, estaba impelida por lo irremediable: “Me parece que lo mejor de todo es que, lo que pienso y siento, al menos lo puedo escribir, de lo contrario, me asfixiaría completamente”.
Esta anotación lleva fecha de 16 de marzo de 1944. Menos de tres meses después, los aliados invadieron Normandía, iniciaron el camino hacia Berlín después de liberar a Francia, para cerrar la pinza que, desde el Este, encaraba el ejército de la URSS. El Reich iba a morir como había vivido, en el deshonor y la sangre. Ana lo supo enseguida: “¡Este es el día! ¡La invasión ha comenzado! (…) Conmoción en la Casa de Atrás. ¿Habrá llegado por fin la liberación tan ansiada, la liberación de la que tanto se ha hablado, pero que es demasiado hermosa y fantástica como para hacerse realidad algún día? ¿Acaso este año de 1944 nos traerá la victoria? Ahora mismo no lo sabemos, pero la esperanza, que también es vida, nos devuelve el valor y la fuerza”.
La esperanza, escribe Ana, que también es vida. El 4 de agosto de 1944 todos los habitantes de la Casa de Atrás, fueron arrestados por la Gestapo. Tal vez hayan sido delatados. Tal vez alguien los vendió por algunas monedas. Candidatos hubo muchos, pruebas muy pocas. Un mes después, el 2 de septiembre, toda la familia Frank fue trasladada en tren a Westerbork, un campo de concentración en el noreste de los Países Bajos. Y de allí, hacia Auschwitz, a tres días de viaje en aquellos vagones de ganado, superpoblados, que durante todo el trayecto eran dormidero, baño, templo y morgue de los desdichados. Dos de los protectores de los Frank en Ámsterdam, encontraron y guardaron el diario y los papeles de Ana. Las hermanas Frank pasaron un mes en Auschwitz y fueron enviadas a Bergen Belsen. Murieron de tifus. Ana, en febrero o marzo de 1945, pocas semanas antes de la liberación del campo. El único sobreviviente, Otto Frank, se encargó de publicar el diario de Ana, que sería traducido a setenta idiomas. Hay varias ediciones, y reediciones, con páginas agregadas, con fragmentos excluidos. Da igual: es el deseo de Ana el que circula encuadernado y traducido: “Cuando acabe la guerra -escribió- quisiera publicar un libro titulado “La casa de atrás”; aún está por ver si resulta. Pero mi diario podrá servir de base”.
Esa Casa de Atrás es hoy un museo. Allí hay un Oscar, dorado y brillante en la penumbra que quiere evocar la de 1942. Es de la actriz Shelley Winters. Lo ganó por encarnar a una de las protectoras de la familia en la película “El diario de Ana Frank”, dirigida por George Stevens. La película es de 1959. Winters donó su Oscar al museo en 1975. A Ana le encantaban las historias de Hollywood
Así fue como una chica que estaba hecha un lío entre su despertar a la vida y su involuntaria vecindad con la muerte, entre sus esperanzas de libertad y el temor de ser descubierta y fusilada, entre el amor primero y aquella jaula gris que se le antojaba última, eligió escribir para no asfixiarse. Pero primero, puso en alto la libertad. Tenía 15 años.
Es por eso que recordamos a Ana Frank. Bueno, no es que se la recuerde. Es que no se la ha olvidado.