“El demócrata, al fin y al cabo, es alguien que admite que un adversario puede tener razón, lo deja expresarse y acepta reflexionar sobre sus argumentos. Cuando unos partidos o unos hombres están persuadidos de sus razones que aceptan cerrar la boca de sus oponentes por la violencia, entonces la democracia deja de existir.”
Albert Camus
¿En qué se distingue un enemigo de un adversario? Enemigo es aquel que busca nuestra destrucción o sumisión. Adversario es aquel que, luchando por sus propios intereses lo hace sin intentar destruirnos o someternos, no a expensas de nuestra propia realización.
Con facilidad podemos deducir que las diferencias entre enemigo y adversario son realmente profundas, ya que los acuerdos solo se hacen entre diferentes. Los adversarios saben contender su fuerza, se autolimitan, conscientes que las verdaderas batallas son más importantes que las cruentas guerras entre contendientes políticos. La arrogancia substituye al pensamiento: convierte a los líderes en talibanes tropicales, en los cuales la testosterona política desplaza a la neurona política. Esa es la gran diferencia entre considerar a los rivales enemigos o adversarios. La diferencia entre un enemigo y un adversario no es de matiz, sino profunda y con consecuencias de orden práctico en la política. Al enemigo se le destruye, con el adversario se hacen los acuerdos para recuperar tanto nuestros municipios, como nuestro estado y por supuesto nuestro país; luego, el verdadero adversario podría estar en la dramática ausencia de alternativas políticas, más que en las aspiraciones políticas. Es entonces que se haga presente el balance entre la intuición y el análisis racional. Por otro lado, el compromiso supone la involucración en la construcción de un proyecto cuya clave no es tanto que sea mi proyecto cuanto que sea un proyecto compartido. No se trata de “mi futuro político” -o el de mi partido-, sino el porvenir de todo un país.
La política no es un juego de todo o nada. Ya lo decía Maquiavelo y se hace necesario repetirlo hoy: El principal error en política es confundir los deseos propios con la realidad. Se hace menester entonces repetir que hay ciertas cosas que no pueden cambiarse de acuerdo a la ocasión, ciertos límites que no pueden sobrepasarse, como compromisos que no pueden obviarse, ni principios que puedan traicionarse.
No se trata de ganarlo todo o de perderlo todo para siempre. Hay que desprenderse de esos impulsos nefastos que convocan a pretender cavar políticamente al contrincante. La sociedad no observa la política como una batalla donde unos se quedan con todo y los otros sin nada; simplemente ve la política en su capacidad o incapacidad para darle soluciones a sus problemas cotidianos.
Pero resulta que el adversario es precisamente otro, ese que, más que vernos como adversarios, nos ve, nos siente y lo más grave, se empeña en sembrarlo en la mente de buena parte del país, como el enemigo a aniquilar.
Esa absurda dialéctica del amigo-enemigo no es otra cosa que una cultura bélica, de destrucción del adversario, con el que sólo cabe el exterminio desde el odio y desde la imposibilidad de reconciliación. Así, siguiendo la escuela totalitaria de Carl Schmitt, para quien un régimen tiene por propósito asociar, convocar, reunir a los ciudadanos de un mismo Estado para llevar a cabo una dirección común frente a otros que se resisten o se sublevan. Sostenía Schmitt… “Enemigo es sólo un conjunto de hombres que siquiera eventualmente, esto es, de acuerdo con una posibilidad real, se opone combativamente a otro conjunto análogo”.
El verdadero adversario no es otro que este perverso régimen que nos ha anclado en una depresión económica perversamente generada, este gobierno que incrementó el desempleo, la criminalidad, la desintegración familiar, la ignorancia, la pobreza y la miseria, que ha sembrado el odio, el resentimiento y la fractura entre sus ciudadanos. Que ha sido trágicamente irresponsable con la salud de toda nuestra nación.
El verdadero adversario es el miedo a un régimen pendenciero que lo utiliza como elemento coercitivo, para lograr sus pretensiones de sumisión.