Cualquier recuerdo de los atentados del 11 de Septiembre está indeleblemente unido, en mi caso, al recuerdo de Horacio Vázquez-Rial, a quien conocí poco después. Fue Horacio quien dio con la fórmula precisa de uno de los rasgos políticos e intelectuales más sorprendentes que quedaron al descubierto a raíz de los ataques terroristas que en pocos minutos devastaron el centro de la más pujante y admirada metrópolis del mundo y causaron miles de víctimas allí y en otros puntos neurálgicos de los Estados Unidos.
Los atentados revelaron al mundo la existencia de un islamismo radical de un fanatismo y una crueldad inimaginables, y mostraron la vulnerabilidad de las democracias a un tipo de terrorismo cuyas acciones eran comparables a actos de guerra. Pero al mismo tiempo revelaron con punzante claridad que, en las democracias liberales, una parte notable del mundo político e intelectual no estaba dispuesto a combatir aquel terrorismo. Al contrario, la idea que prevaleció en ese sector influyente era que las democracias, Occidente y, sin duda, Estados Unidos merecían aquellos ataques y hasta la destrucción completa que prometían los de Al Qaeda.
El 11-S fue el instante en que emergió con todos sus absurdos rasgos una pulsión suicida latente en el mundo occidental, y se supo ya sin ambages quién era el agente político dispuesto a llevarla a término. A ese agente lo describió o definió genialmente entonces Horacio como “la izquierda reaccionaria”. En aquellas fechas, Vázquez-Rial estaba preparando un libro sobre la situación de la izquierda, preocupado por la identidad crecientemente borrosa de “ese sector del pensamiento o del no-pensamiento” con el que se había identificado durante años. Había intuido “la miseria en la que había caído y seguía cayendo”, pero no había supuesto lo que puso de manifiesto la violencia de Al Qaeda. Sabía que “la izquierda había devenido reaccionaria”, aunque desconocía “la medida real de su reaccionarismo”. “Pero entre el 11 y el 20 de septiembre de 2001, aproximadamente, ésta se definió con toda precisión”. En su libro La izquierda reaccionaria dio testimonio de ello.
No fue Vázquez-Rial el único que aquellos días del otoño de hace veinte años tuvo que dar la batalla final contra las ideas políticas con las que se había identificado durante toda su vida. El 11-S puso a quienes estaban en la izquierda ante un dilema, lo quisieran o no. Sobre ese dilema escribió lúcidamente Andrew Anthony, periodista británico, en su libro El desencanto, cuando narra cómo, después de los atentados, se esforzaba por encontrarles un sentido, y topaba con el mismo obstáculo que otras gentes de izquierdas: la víctima del atentado era EEUU y “en el mundo del que yo procedía, Estados Unidos siempre era el culpable”. Y continuaba:
Estaba claro que tenía que plantearme una serie de cuestiones morales básicas, y lo primero era preguntarme qué visión del mundo representaba mejor mi punto de vista progresista. ¿La ciudad cosmopolita de Nueva York, una ciudad multirracial llena de oportunidades, una ciudad donde cualquiera podía llegar y prosperar, exuberante, culta, diversa, un lugar que yo había visitado y amaba por su libertad, su energía y su emoción? ¿O la gente que la atacaba, esas mentes áridas que querían hacer desaparecer de la vista a las mujeres, matar a los homosexuales, suprimir la música, destruir el arte, los que habían dinamitado los Budas de Bamiyán y se proponían aterrorizar a todo el mundo para someterlo a la voluntad del Dios vengador? Era una obviedad o debería haberlo sido.
No lo era. Cualquiera que aquellos días leyera la prensa y viera qué tenían que decir sobre los ataques terroristas las vacas sagradas de la intelectualidad de izquierdas de distintos países, igual que ciertos políticos en activo, e incluso sus amigos de izquierdas, sabe que no era una obviedad. Pero no sólo el inveterado antiamericanismo impedía dar la respuesta obvia al dilema. Era que el izquierdismo, ya soltadas las amarras del extinto comunismo soviético, había derivado en un resentimiento genérico contra la civilización occidental, y en una disposición a abrazar como nuevos y extravagantes agentes revolucionarios tanto a cualquier caudillo sudamericano como a cualquier fanático islamista. Apenas quedaba ahí más que la pulsión destructiva. Quienes hicieran daño a las democracias liberales, en primer lugar a Estados Unidos, eran bienvenidos.
Jean-François Revel retrató el momento en La obsesión antiamericana:
En la esfera del antiamericanismo, el grado máximo de degradación intelectual –ni siquiera menciono la ignominia moral, que produce hastío, hablo sólo de la incoherencia de las ideas– se alcanzó en septiembre de 2001, después de los atentados contra las ciudades de Nueva York y Washington. Pasado el instante de la primera emoción y de las condolencias, en muchos puramente formalistas, se empezó a representar aquellos actos terroristas como una réplica al mal que, al parecer, causaban los Estados Unidos al mundo. Esa reacción fue, en primer lugar, la de los países musulmanes, pero también de dirigentes y periodistas de ciertos países del África subsahariana, todos los cuales no son de mayoría musulmana. Se trataba de la evasiva habitual de sociedades en quiebra crónica, que han fracasado completamente en su evolución hacia la democracia y el crecimiento y que, en lugar de buscar la causa de su fracaso en su propia incompetencia y su propia corrupción, acostumbran a imputarlo a Occidente de forma general y a los Estados Unidos en particular. Pero, aparte de esos casos clásicos de ceguera voluntaria aplicada a uno mismo, también en la prensa europea, sobre todo en la francesa, naturalmente, entre los intelectuales y algunos políticos, no sólo de izquierda, sino también de derecha afloró al cabo de unos días la teoría de la culpabilidad americana.
Revel se indignaba pocos párrafos después por el paso siguiente de los que alentaban esa teoría, y que consistió en instar a Estados Unidos a no desencadenar una guerra contra los terroristas:
Así pues, unos fanáticos suicidas, adoctrinados, entrenados y financiados por una potente y rica organización terrorista multinacional, asesinaban al menos a tres mil personas en un cuarto de hora en América, ¡y esa misma América resultaba ser la agresora! ¿Por qué? Porque se proponía defenderse y erradicar el terrorismo. Aquellos inconscientes, obnubilados por su odio y repantigados en su falta de lógica, olvidaban, además, que al hacerlo, los Estados Unidos obraban no sólo en pro de su interés, sino también del nuestro, de nosotros, los europeos, y de muchos otros países amenazados o ya subvertidos y arruinados por el terror.
Muchos europeos y muchos españoles no aceptaron, sin embargo, que también era nuestro interés combatir el terrorismo islamista. El noalaguerra, tan masivo y exitoso en España y otros países europeos, no detuvo las intervenciones contra el terrorismo islamista, pero mostró la influencia de todos los que no querían combatirlo y cómo de extendido estaba el miedo a hacerle frente. La izquierda reaccionaria proporcionó las justificaciones y los disfraces retóricos tras los que esconder un miedo que no se quería reconocer. Pero, como escribió Christopher Hitchens en el décimo aniversario del 11-S, lo que algunos aprendimos aquellos días turbulentos fue a “nunca, jamás, ignorar lo obvio”. Y lo obvio, siguiendo a Hitchens, es que hace veinte años, en Manhattan y en Washington, “hubo una confrontación directa con la idea totalitaria expresada en su forma más brutal y despiadada”. Ni fue la primera ni iba a ser la última.