En días pasados, el 11 de septiembre, se cumplieron 20 años de vigencia de la CARTA DEMOCRATICA INTERAMERICANA (CDI), y la fecha era propicia para evaluar su pertinencia y aplicación, así como para aventurar algunas ideas sobre su futuro.
Comentar y evaluar los resultados efectivos de este instrumento normativo internacional suscrito en el marco de la Organización de Estados Americanos, a la vez plantea unos cuantos interrogantes, sobre todo, cuando vemos que siguen presentes atentados y amenazas a la democracia y las libertades en nuestro hemisferio, a lo que se suman los intentos de sustituir a la OEA con organizaciones innecesarias e inútiles como la llamada CELAC, a la cual pretenden algunos gobiernos manipular para tal fin.
Ciertamente, la firma de la CDI constituye un hito trascendental no solo hemisférico, sino también global, por su contenido que la emparenta con Tratados y mecanismos similares que en el mundo se han instaurado.
Recoge una ancha visión sobre los valores democráticos, las libertades y los Derechos Humanos, que ha venido perfeccionándose desde mediados del siglo XX en nuestro continente y más allá.
Cuando comentamos la CDI, debemos, de arrancada, rememorar a Rómulo Betancourt, padre de la democracia venezolana, (o de la democracia a la venezolana, como diría el historiador Carrera Damas), quien fue uno de los precursores, entre otros, de una visión y de un tipo de reglas de conducta política democrática a las que deberían ajustarse los gobiernos, y cuyo ámbito de aplicación trasciende las fronteras nacionales, para convertirse en una norma de naturaleza vinculante y, por tanto, exigible, en el ámbito internacional. En la Novena Conferencia Interamericana en 1948, Betancourt hizo planteamientos acerca del papel que debían jugar los organismos internacionales respeto de la vigencia de la democracia.
En mensaje que envió a la reunión de la OEA en 1959, expresaba que “en torno de los gobiernos dictatoriales se tienda un riguroso cordón profiláctico multilateral” y propuso que era urgente que la Carta de la OEA fuera complementada con un convenio que señalara que solo los gobiernos nacidos de elecciones legitimas y respetuosos de los derechos humanos y las libertades, podrían formar parte de la organización. Allí estaba en esencia, el núcleo central, de lo que luego se conoció como la Doctrina Betancourt.
Hablar de la Cláusula democrática (CD) o de condicionalidad democrática, como la llaman en Europa, contenida en cuerpos normativos internacionales, exige remitirse, obviamente, al concepto democracia como sistema de gobierno, modo de convivencia en sociedad o valor humano universal, al menos en el mundo de Occidente. La democracia es un modelo de sociedad y de vida, una cultura, un ideal por el que luchar, incluso, un “clima moral”, para algunos, sobre el cual, sin duda, hay visiones no coincidentes sobre sus contenidos.
Sin embargo, sobre ella, como decía Jean F. Revel, debemos tener una perspectiva modesta, porque ella es un sistema político, intrínsecamente, frágil, vulnerable, aunque es un mínimo vital, con sus imperfecciones y complejidades, de allí la necesidad imperiosa de protegerla para que pueda consolidarse y mejorarse de manera permanente, toda vez que es una “realidad en marcha”, no es un sistema logrado, acabado, que está en permanente transformación.
No obstante, más allá de las diferentes visiones sobre ella, lo que queda claro es que se fundamenta en el respeto a los derechos humanos, en la vigencia del estado de Derecho, un sistema judicial independiente, el checks and balances de los poderes públicos, la rendición de cuentas de los representantes de los ciudadanos (accountability), instituciones que garanticen la libertad de expresión, de asociación, con partidos políticos libres, etc.
La CDI, en primer lugar, establece el derecho de los pueblos a la democracia y la obligación de los gobiernos de promoverla y defenderla. Igualmente, alude al desarrollo progresivo del Derecho Internacional, que se inició con fuerza en las primeras décadas del siglo XX. Enumera, también, los elementos esenciales de toda democracia representativa.
Reafirma el principio de la subordinación constitucional de todas las instituciones del Estado a la autoridad civil legalmente constituida, o cual en nuestros países ha sido un tema muy sensible, particularmente, en la Venezuela actual, en la que estamos sufriendo la violación de ese principio.
Asimismo, se establece un procedimiento para dar una respuesta expedita y colectiva a situaciones de contravención de la institucionalidad democrática que pudieran tener lugar en los países suscriptores del instrumento. En apretada síntesis, ese es su contenido.
Podemos señalar como precedentes de la CD, no solo instrumentos jurídicos en Europa, la Comunidad Andina y Mercosur, sino también propuestas o declaraciones de estadistas y pensadores relevantes, como Rómulo Betancourt, el colombiano German Arciniegas y el uruguayo Eduardo Rodríguez Larreta, entre otros, quienes desde mediados del siglo pasado propugnaron por compromisos internacionales obligatorios que protegieran la democracia, estableciendo un principio de responsabilidad por parte de los gobiernos que atentaran contra ella.
Hay interrogantes y dificultades respecto de la interpretación y aplicación de la CDI.
¿Cuándo se considera que hay “situaciones que pudieran afectar el proceso de desarrollo democrático o el legítimo ejercicio del poder”?
¿Cuándo hay “ruptura del orden democrático o una alteración del orden constitucional que afecte gravemente el orden democrático de un Estado”?
¿Solo los golpes de Estado militares o los realizados por movimientos violentos se incluyen en las nociones anteriores?
¿Las nociones de ruptura del orden democrático y alteración del orden constitucional incluyen otros actos o conductas políticas, no necesariamente violentas, como modificaciones legales y constitucionales a través de interpretaciones judiciales sesgadas, arbitrarias, contrarias a los textos constitucionales y legales vigentes, marcadas por una ideología o intereses políticos impuestos desde el poder?
Estos son asuntos aun por resolver en cada caso concreto de eventual aplicación de la cláusula.
A nuestro juicio, su necesidad y conveniencia para los intereses de la democracia y los DDHH, son obvias; por tanto, la existencia y la aplicación de la CD está fuera de discusión. La democracia sigue estando en riesgo frente a los embates del autoritarismo, en sus distintas versiones, y no solo en nuestro hemisferio.
Populismos autoritarios de derecha e izquierda, movimientos ultranacionalistas y xenófobos los vemos en todas partes, sin olvidar aquellos con ideologías demenciales y fanatismos religiosos fundamentalistas.
La CD tiene futuro si se abandona el concepto anacrónico de soberanía externa absoluta de los Estados. La aplicación de la CD será dificultosa si los lideres del mundo, los políticos, los gobiernos y los juristas, no asumen una noción distinta de la soberanía externa.
La CD será solo un texto de buenas intenciones en los tratados internacionales, ineficaz, un saludo a la bandera, si no hay la voluntad política de aplicarla y sancionar a los tiranos de toda laya que no respetan la democracia y los DDHH en el mundo, y particularmente, en nuestro continente.
La aplicación de la CD está íntimamente ligada a valores y a principios morales, y debería formar parte de programas de educación en nuestros países. La CDI tendría así un soporte que neutralice los desafíos del autoritarismo.
El teólogo alemán Hans Kung que propugna un nuevo paradigma para las relaciones internacionales que contemple una unión entre la salvaguardia de los intereses nacionales particulares y una ética fundamental, es decir, una conciliación entre las visiones realistas e idealistas, escribió que una nueva política global no es realizable sin una nueva ética global.
En atención a esas ideas, a mi juicio, la CD es un instrumento al servicio de esa nueva ética global que inspire una nueva política global.