Ahora, tras cuatro lustros desde la llegada de Hugo Chávez al poder con su lerda charlatanería cuartelera y su socialismo tropical de kindergarten, del país ya solo queda un disparate. Si bien las raíces más profundas del definitivo fracaso histórico de Venezuela se remontan a mucho más atrás en el tiempo. Dicen los que saben de eso que la informática consiste en última instancia en un simple asunto de ceros y de unos. Y con la economía de la Venezuela contemporánea sucede algo similar: también remite a un simple asunto de ceros; aunque exclusivamente de ceros, sin ningún uno. Así, y apenas en el breve intervalo de los trece años que separan 2008 del actual 2021, el Banco Central de Venezuela ha borrado catorce ceros a la familia de los billetes de curso legal que circulan por el país. En 2008, les quitó tres ceros; en 2018, mutiló cinco más; y hace unos días, a principios de octubre, seis ceros adicionales han sido eliminados de una tacada en el papel moneda nacional.
Un exterminio sistemático de las ristras interminables de ceros que solían acompañar al retrato de Simón Bolívar en unos vistosos trocitos rectangulares de papel inane con el que el Gobierno de Maduro ha conseguido batir el récord célebre que en su día lograra Zimbabue cuando, por 2008, el dictador de turno, Robert Mugabe, también mandó quitar doce ceros a los billetes de allí por ver de domeñar algo la inflación de patio de manicomio que él mismo había alumbrado. Ajena por lo demás a reforma real alguna del sistema productivo, lo de la poda metódica e inmisericorde de ceros no posee como objetivo el resolver ningún problema de la economía venezolana, salvo acaso el de hacer posible que los usuarios de los taxis de Caracas puedan pagar las carreras al final del trayecto.
Y es que un recorrido normal por la capital, pongamos que de veinte minutos, solía alcanzar hasta justo el mes pasado un precio de entre cincuenta y sesenta millones de bolívares, lo que obligaba al usuario a llevar en la cartera un mínimo de cincuenta o sesenta billetes de un millón de bolívares, los de máximo valor (tómese lo del valor con la preceptiva ironía) que se emitían en el país. Cuenta Manuel Sutherland, un economista caraqueño de izquierdas pero muy crítico con la supina incompetencia del régimen, que uno de los grandes problemas de emitir tanto dinero de juguete reside en lo muy caro que sale imprimirlo. Así, cada billete de cien bolívares, una novedad de solo dos ceros introducida en 2008, tuvo un coste de impresión de diez centavos de dólar.
Y puesto que se emitieron siete mil millones de unidades, siete mil millones de trocitos de papel decorativo que al poco hubo que tirar íntegramente a la basura después de que perdieran el cien por cien de su valor, el precio final para el Estado subió a 700 millones de dólares norteamericanos. Una cifra, sentencia lacónico Sutherland, con la que se podrían haber importado las dos dosis de la vacuna de AstraZeneca precisas para inmunizar a veinte millones de venezolanos. A estas alturas ya solo resta, se decía ahí arriba, un disparate. Y tan grotesco. Pero sus raíces, también se decía, escarban muy hondo. Venezuela supo que había petróleo bajo su suelo en 1922. Siete años después, en 1929, ya se había convertido en el segundo productor mundial de crudo.
No ser un país poblado por unos cuantos camellos, amén de sus sus respectivos jinetes, y disponer en cantidades ilimitadas de algún recurso natural muy demandado, la condena de Venezuela, aboca a un callejón macroeconómico de muy difícil salida histórica. Porque las montañas de dólares fáciles comienzan un día a entrar en el país como caídas del cielo. Al poco, toda esa plata dulce, la arribada del extranjero sin apenas realizar ningún esfuerzo para conseguirla, retorna de nuevo al extranjero a fin de pagar con ella las importaciones masivas de bienes de lujo a las que el país se lanza eufórico. Todo se importa, desde la comida a los coches, absolutamente todo. Pero eso lo paga la industria nacional, que ve desaparecer poco a poco la demanda de sus productos, mucho menos sofisticados y deseables que los foráneos.
Al final, la industria local quiebra. Algo que no conmueve demasiado a nadie. A fin de cuentas, el país entero cree ser rico. Y a los ricos nada les impide importar eternamente todos sus suministros. Hasta que otro día, el menos pensado, el precio del recurso natural cae en los mercados exteriores. Y el país en pleno se despierta al súbito modo del ensueño colectivo. Es cuando da en crecer el malestar en la calle. El resto de la historia, charlatán cuartelero incluido, resulta conocida. Los economistas le llaman el mal holandés por razones que ahora no vienen a cuento. Y en el caso del paciente venezolano presenta muy difícil cura. Si es que la tiene.
Este artículo fue publicado originalmete en The Objective el 25 de octubre de 2021