Definitivamente integradas a la cotidianidad, creemos que hay cada vez una mayor exhibición de armas en los espacios públicos. No tratamos de la deliberada exposición de aquellas tanquetas que, por ejemplo, salieron a la calle para atemorizarnos en los tiempos del revocatorio de principios de siglo, sino de las pistolas que llevan al cinto los funcionarios policiales vestidos de civil, como se les dice, porque no portan un uniforme que deviene incuestionable credencial, en sí mismo.
Los sujetos de marras ya no cuidan de ocultar el arma, como antes. Y, precisamente, la dejan ver por descuido, tentando indudablemente a un asaltante capaz de sorprenderlos.
Los suponemos policías de inteligencia y guardaespaldas de algún figurón palanqueado del régimen, no siempre confundidas las funciones. Además, ese andar seguro y confiado por las calles, seguramente evitará que otro de sus desconocidos y confidenciales colegas, les pida alguna identificación.
Puede decirse que hay una conducta corporativa del pistolero acreditado, probablemente de bajo entrenamiento, empleado más como fuerza de choque que de procesamiento e interpretación de información. Frecuentemente jóvenes o muy jóvenes, tenemos la impresión adicional de encontrarnos con los adictos del gimnasio que ostentan un cierto estatus bajo el presente régimen.
Ya es tan usual ver a estos funcionarios pretendidamente secretos por doquier que, inevitable, nos alarman, porque son demasiados para una población cada vez más reducida. Y, no por casualidad, cancelan sus cuentas en dólares, según lo hemos apreciado desde las colas que le rinden un paciente y forzado culto al pago electrónico.