Colgado, con el cuello partido, entre cánticos e insultos: así murió Saddam Hussein

Colgado, con el cuello partido, entre cánticos e insultos: así murió Saddam Hussein

Antes de morir, Saddam Hussein se negó a que le colocaran una capucha negra y solo aceptó un pañuelo negro, alrededor del cuello donde ajustaron el nudo (AFP PHOTO)

 

-El cuerpo de Saddam está frente a mí. Se acabó.

Por Infobae





Si el funcionario del ministro del interior iraquí, Nouri al-Maliki, había querido ser breve, seco y preciso, lo logró. Del otro lado de la línea, el periodista de la CNN escuchaba cantos y gritos de alegría en lengua chiíta. ¿Qué era eso? “Son funcionarios del ministerio y del gobierno. Celebran su muerte”, explicó el vocero antes de colgar el teléfono.

Poco después de las seis de la mañana del sábado 30 de diciembre de 2006, hace quince años, el cadáver Saddam Hussein, el hombre más poderoso de Irak, aquel trueno de Medio Oriente que se había embarcado en tres guerras y había gobernado por más de 20 años un régimen de terror, colgaba, con el cuello partido, del lazo de una horca instalada en el viejo edificio de la inteligencia militar iraquí, al norte de Bagdad, que en esos momentos era parte de una base estadounidense. Alrededor del cuerpo inerte, había una fiesta. Todo había transcurrido en el ambiente de zafarrancho, habitual en las manifestaciones públicas iraquíes, en el que el único sereno parecía haber sido el condenado a muerte.

“Simplemente se rindió, quedamos asombrados”, dijo encantado con su estupor Mowaffak al-Rubaie, asesor del gobierno provisional de Irak. El país tenía nuevo gobierno después de que, en 2003, la estrella de Saddam se apagó luego de la invasión de Estados Unidos a Irak, con la excusa de buscar armas químicas que nunca fueron halladas, y bajo el imperio del terror desatado por las voladuras de las torres gemelas del World Trade Center de New York, el 11 de setiembre de 2001. Desde entonces, la vida de Hussein había transcurrido entre la fuga permanente y el cautiverio, luego de su captura por tropas americanas en 2003.

 

Intentó decir una plegaria, pero apenas si llegó a pronunciar el nombre de Mahoma. El 30 de diciembre de 2006 murió ahorcado el hombre más poderoso de Irak (AFP PHOTO)

 

El derrocamiento de Saddam y su enjuiciamiento por el nuevo gobierno iraquí, era el objetivo político y militar de la invasión estadounidense, ordenada por el entonces presidente George W. Bush, que a la hora del cadalso dormía en su rancho de Crawford, Texas: el amanecer del sábado en Bagdad, era la noche del viernes en Estados Unidos. El portavoz de la Casa Blanca, Scott Stanzel, dijo que el presidente se había acostado antes de la ejecución y que no había sido despertado.

En la tarde de ese viernes, Bush había sido informado por su asesor de seguridad nacional de que Saddam sería ahorcado en las horas siguientes. De manera que, en una declaración preparada antes de la ejecución y antes que el presidente se fuese a dormir, Bush dijo que Hussein “fue ejecutado después de recibir un juicio justo, el tipo de justicia que negó a las víctimas de su brutal régimen”. Hacía años que el antiguo amigo de Estados Unidos se había convertido en su principal enemigo, uno de los miembros del “eje del mal”, como había definido Bush a los países que apoyaban el terrorismo internacional.

Saddam Hussein había nacido el 28 de abril de 1937 en la aldea de al-Ajwa, un asentamiento paupérrimo de cabañas de adobe a orillas del río Tigris, en una familia de la tribu árabe al-Bu Nasir, de confesión suní. Su madre, Subha Talfah al-Mussallay, lo llamó Saddam porque en árabe significa “el que se enfrenta”. Y Saddam había tenido que enfrentar los designios de su madre, antes de nacer. El hijo mayor de la familia murió de cáncer a los 13 años y Subha, destrozada por la depresión, había intentado sin éxito desprenderse del embarazo y había intentado suicidarse ni bien nacido su nuevo hijo.

Saddam fue a parar a manos de su tío, Khairallah Talfah, quien lo crió durante los primeros años de vida: era un suní devoto, oficial del ejército del reino de Irak y ferviente nacionalista que crió a Saddam en esa fragua: Irak apoyó al nazismo durante la Segunda Guerra.

Si la personalidad de un hombre se construye en los primeros años de su vida, así se forjó el alma y el espíritu de Saddam Hussein, que huyó de la miseria y el hambre rumbo a Bagdad cuando era adolescente. Se afilió al partido Baath, influido como estaba por un fuerte sentimiento anticolonialista, opositor, durante la Guerra Fría, a la injerencia en Europa y Oriente de Estados Unidos y de las grandes potencias. En los años 50, fue decisiva en la formación política de Hussein la revolución egipcia de 1952, liderada por Gammal Abdel Nasser, futuro presidente de ese país e impulsor de un panarabismo idealizado, imposible de alcanzar en la práctica: el escritor y agente británico Thomas Lawrence lo había vivido en carne propia cuatro décadas antes.

Saddam se hizo con el poder en Irak después de derrocar a su primo, a quien había ayudado a conquistarlo. El mismo día de su asunción, en 1979, instauró un régimen de terror. Desde el escenario donde tomó posesión del mando, denunció una conspiración en su contra destinada a derrocar a su gobierno flamante; dio el nombre de esos presuntos implicados en el complot, todos sentados en la platea, hizo encarcelar a sesenta y ocho personas y ejecutó a veintiuna de ellas. Los sobrevivientes, los encarcelados y quienes presenciaron el espectáculo, entendieron enseguida.

Saddam gobernó con el terror en la mano una nación rica en recursos y sumida en la pobreza, como suele suceder con los regímenes totalitarios. Desató una purga estalinista, admiraba al dictador soviético, en su propio partido, para lo que empleó a los servicios secretos del Estado. Persiguió a los miembros de la rama religiosa chiíta que, o bien eran asesinados, o encarcelados y deportados de Irak. Lo mismo hizo con los comunistas, lo que llevó a cierto deterioro de sus relaciones con la Unión Soviética.

En 1980 libró la guerra contra el Irán del ayatola Khomeini, porque Irán le negaba a Irak una salida al mar. Saddam tuvo ayuda de Estados Unidos en esa guerra, porque el entonces presidente Ronald Reagan estaba enfrentado al Irán que había secuestrado a cincuenta y dos rehenes en la embajada de ese país en Teherán, y los había mantenido cautivos durante cuatrocientos cuarenta y cuatro días. El emirato de Kuwait también había dado apoyo financiero a Irak, temerosos todos de que la revolución de los jóvenes mujaidines de Khomeini dominaran la región al influjo de su fuerza religiosa: todo lo que llegó después, estaba entonces por venir.

 

Su primer acto como vicepresidente, en enero de 1969, fue ahorcar 17 supuestos espías de Israel en una plaza del centro de Bagdad. Este era Hussein (AFP)

 

Las Naciones Unidas acusaron a Irak de usar armas químicas contra Irán, en especial, gas mostaza, que había sido usado ya en la Primera Guerra Mundial por Alemania. Sólo que ahora estaba prohibido en los campos de batalla. Fue aquel el primer alerta sobre la guerra química que encaraba Hussein. Ocho años después, ya firmada una paz sin gloria con Irán, Saddam atacó con gas mostaza y otros agentes químicos que dañaban el sistema nervioso central, a los asentamientos de los rebeldes kurdos en el norte del país. Las fotos de los kurdos muertos en las calles eran más elocuentes que cualquier denuncia en foros internacionales.

En 1990 Hussein invadió, y anexó a su territorio, al emirato de Kuwait, su antiguo aliado en la guerra con Irán. En ayuda de Kuwait, y de la riqueza de sus pozos petroleros, acudió una coalición de naciones liderada por Estados Unidos. Fue la Primera Guerra del Golfo, que terminó con la derrota de Saddam que el dictador disfrazó de victoria, suele suceder en los regímenes totalitarios, porque en su retirada desató una hecatombe: puso fuego a setecientos pozos de petróleo kuwaitíes.

Saddam se proclamó “servidor de Dios”, apeló al populismo, vistió ropas de beduino, disparó su fusil al aire desde los balcones presidenciales de su palacio revestido en oro, llenó las cárceles de opositores, intensificó el control de la población a través de su policía secreta y llamó al mundo árabe a derrocar a todos los gobernantes “traidores a la gran nación árabe”, mientras Irak se hundía en la miseria, obligado como estaba a afrontar los costos de sus guerras y las sanciones impuestas por la ONU.

Los atentados del 11-S en New York, la sospecha, nunca comprobada, del almacenamiento de armas químicas en Irak, y la negativa de Saddam de colaborar con la inspección de Naciones Unidas desataron la Segunda Guerra del Golfo. Bush incluyó a Irak en aquel “eje del mal”, junto a Corea del Norte y a Irán y, en marzo de 2003, lideró otra coalición integrada por el Reino Unido, Australia, España y Polonia que invadió Irak y desató la cacería de Hussein.

El 13 de diciembre de 2003 lo hallaron enterrado en un pozo, junto a una palmera, en la aldea de Al Daur, cerca de Tikrit, su lugar de nacimiento. Meses antes, en combate con las tropas de Estados Unidos, habían sido muertos sus dos hijos, Uday y Qusay, dos figuras centrales del régimen, partícipes ambos de las torturas y las muertes de los opositores. Para Estados Unidos fue un triunfo militar y también diplomático. Paul Bremer, jefe de la administración estadounidense en Irak, anunció la detención de Saddam en conferencia de prensa y con una amplia sonrisa: “Ladies and gentlemen, we got him (señoras y señores, lo agarramos)”.

Desde entonces, la vida de Saddam Hussein transcurrió en cautiverio. El juicio en su contra empezó el 19 de octubre de 2005, ante los jueces del Alto Tribunal Militar iraquí, en cierto modo controlado, o influenciado, por la administración estadounidense en Irak. Lo acusaron de la matanza de ciento cuarenta y ocho chiíes en Duyail, al norte de Bagdad, una masacre ocurrida en 1982, luego de un intento de asesinar a Saddam en esa ciudad.

Pero las acusaciones, no formales, eran otras. Human Rights Watch fijó entre 250.000 y 290.000 las muertes y desapariciones en los veinticuatro años de gobierno de Saddam: más de 100.000 kurdos asesinados entre 1987 y 1988, cerca de 70.000 chiítas detenidos y recluidos sin cargo en los años 80 que, a la fecha del juicio, figuraban como “desaparecidos”, más una cantidad cercana a diez mil hombres retirados de los reasentamientos del Kurdistán iraquí en 1983 y cerca de 50.000 activistas opositores, izquierdistas, comunistas, kurdos y hasta miembros disconformes del partido Baath, y los ejecutados bajo custodia en las llamadas “campañas de limpieza carcelaria”.

Durante el juicio, Hussein se mantuvo desafiante ante sus jueces, a quienes restó cualidades jurídicas y morales para someterlo a juicio. El 5 de noviembre de 2006, el juez Rauf Abdelrahmán leyó la sentencia a muerte por ahorcamiento, junto a otros dos acusados. El juez no hizo lugar al pedido del condenado de morir frente a un pelotón de fusilamiento. Saddam dijo entonces: “Larga vida al pueblo, larga vida a la nación. Abajo los invasores. Dios es grande”.

Empezó entonces una carrera contra el tiempo, los preceptos religiosos y la ansiedad. El Alto Tribunal iraquí fijó la fecha de ejecución de Saddam el 2 de enero de 2007. Pero los funcionarios iraquíes, nombrados por la coalición y la administración estadounidense, sugirieron ahorcar a Saddam antes del nuevo año. Hussein debía ser ejecutado al menos antes del 30 de diciembre, día en que comenzaba el Eid Al-Adha, una festividad religiosa, fiesta del sacrificio, que celebran los musulmanes de todo el mundo y prohíbe las ejecuciones.

La festividad de cuatro días comenzaba el sábado 30 para los sunitas y el domingo 31 para los chiítas. El flamante gobierno iraquí buscó entonces la opinión de clérigos sunitas y chiítas para saber si se podía cumplir con la sentencia. Baha al-Araji, miembro del también flamante parlamento iraquí, dijo que los clérigos podían emitir una fatwa, una decisión religiosa con fuerza legal, “en la que pueden admitir que, debido a circunstancias excepcionales, podía hacerse efectiva una condena a muerte”.

Hussein, en tanto, pasaba las últimas horas de su vida en una celda un tanto lúgubre, todas lo son, en una base estadounidense cerca del aeropuerto de Bagdad. No hay indicios que indiquen que haya sabido, o intuido, que su final estaba muy cerca. La fecha y hora de su ejecución todavía no habían sido reveladas. Desde Jordania, Esam al-Gazawi, uno de los abogados de Hussein, dijo con amarga y furiosa ironía: “Nadie sabe cuándo sucederá, excepto Dios y el presidente Bush”.

Las pistas principales sobre la ejecución inminente la dieron, el viernes en la tarde, la presencia en el viejo edificio de la inteligencia iraquí, ahora en poder de las tropas estadounidenses, de un juez, un clérigo y un médico: la ley iraquí establecía entonces que ninguno de ellos podía faltar en una ejecución. Al mismo tiempo, las tropas intensificaban el patrullaje de Bagdad en temor a manifestaciones violentas una vez conocida la noticia de la ejecución.

Con todas las apelaciones rechazadas y con la sentencia confirmada, Saddam supo que iba a morir ahorcado. Pidió despedirse de sus hermanos y entregarles su testamento y algunos de sus efectos personales. Una última carta se jugó lejos de Bagdad, en Washington. El viernes por la tarde, los abogados de Hussein presentaron una moción de emergencia para suspender la ejecución porque, afirmaron, iba a interferir con los litigios civiles que Saddam tenía pendientes. Pero la jueza Kathleen Kollar-Kotelly, dictaminó poco después de las nueve de la noche, que su tribunal no tenía jurisdicción en Bagdad. A esa hora, minuto más o menos, el presidente Bush se fue a dormir en su rancho de Texas. El viernes en la noche, pero en Bagdad, otro de los abogados de Hussein, Giovanni di Stefano, dijo a CNN que el condenado había pasado de manos estadounidenses a las autoridades iraquíes: la ejecución era inminente.

Saddam Hussein subió al cadalso vestido de negro, con un ejemplar del Corán en las manos y ante un gran número de testigos, todos ellos iraquíes y autorizados por Estados Unidos, que habían transformado la íntima ceremonia de ejecución en una feria verbenera que mezclaba cánticos, vítores e insultos. Entre esos testigos estaba Mowaffak al-Rubaie, el asesor del gobierno provisional que se vería asombrado por la actitud tranquila, rendida, de Hussein. Mientras le colocaban la soga al cuello, Saddam le habló a Rubaie: “Me dijo: ‘No tengas miedo’. Tuve una breve conversación con él”. Rubaie no dio más detalles. Hussein le pidió que entregaran su edición del Corán a una persona: Rubaie no reveló su nombre.

El condenado, en apariencia sereno, habló con sus verdugos y se negó a que le colocaran una capucha negra, al contrario de la media docena de personas que abarrotaban el cadalso, todas encapuchadas. Solo aceptó un pañuelo negro, alrededor del cuello donde ajustaron el nudo.

Después intentó decir una plegaria, pero apenas si llegó a pronunciar el nombre de Mahoma, cuando el verdugo accionó la palanca y la trampa se abrió bajo sus pies.