Para que nombres, cualquiera lo conoce desde la época cuando andaba pelando bola, mamando y loco, tirándole palo a todo mogote. Se ayudaba con algún dinerito que de vez en cuando, recibía con descarada sonrisa de sablista experto, pero que jamás agradeció.
Cambiaron los tiempos, de golpe y porrazo, un día inesperado se detuvo una lujosa camioneta, impecable, de reciente cronología, sin placas que la identificaran, y baja la mitad de un blindado espeso vidrio ahumado. Sucedió en el vecindario donde con esfuerzo y ahorro sacrificado muchos pudieron adquirir un modesto pero decente apartamento con el sudor del trabajo honesto, a veces sin agua, sin luz e internet, pero propio.
Impresionado y asustado, comprendí de inmediato que un ladrón no atraca en un vehículo último modelo, pomposo, protegido y con chofer. Entre tembloroso y asombrado advertí que alguien saludaba, apenas sacando la mano por la estrecha abertura de la ventana delantera. Me fijé mejor, era él, hizo señas de que me apartara y se abrió la pesada puerta; descendiendo ataviado elegantemente con guayabera roja sangre, de marca que tanto gusta a bolichicos recién vestidos y enchufados nuevos ricos.
Saludó con afecto, pasó el brazo por el hombro, “¡mi amigo querido, hermanazo, carajo, qué gusto me da verte!”, me abrazó, y se apartó para verme mejor. Retorne con cariño el saludo aunque confundido, ¿era pasajero, o… guardaespaldas? Conductor no, estaba del lado de acá, y uno iba al volante. No parecía haber alguien en el asiento trasero. El asunto se aclaró tras una avalancha de cortesías y cumplidos, virándose para explicarle al chofer: “éste es mi amigo, camarada, ¡amigo de los buenos!”
Fue un agradable encuentro, le tenía simpatía. Insistió en tomarnos un café y subí al automóvil, parecía un avión de nueva generación, lleno de instrumentos para navegar en un panel frontal de colores tenues que no afectan la visión y sutiles tonos que no encandilan. Fuimos hasta el centro comercial, al bajarme, otro carro, menos lujoso con dos mal encarados, se paraba detrás. Fuimos en busca de la infusión estimulante de cafeína, y uno de los hombres de ceño fruncido nos siguió. Se quedó vigilando, dando paseítos, tratando de pasar desapercibido, mientras ordenábamos un par de marrones grandes y -por insistencia de él- pastelitos.
De la conversa deduje que estaba en el gobierno, hacía negocios, daba la cara por otros sin decir quiénes; y le iba maravillosamente bien gracias a Dios y a la revolución bolivariana. Lo felicité, deseé mejor y se fue. Quedé como pendejo en el centro comercial, llamando para que me fueran a buscar.
Conté a mi esposa el encuentro, arrugó la cara y mandó al carajo; a los días a algunos amigos, sólo uno lo conocía y puso el grito en el cielo, habló pestes, que estaba con el régimen, se había “puesto en unos reales”, era un bandido, corrupto y testaferro.
Pasaron años, murió Chávez, el castro-madurismo tomó el control y del amigo supe poco por diversas fuentes, no lo vi más, hasta no hace mucho. Fue en Sabana Grande, por la acera del Gran Café. Estaba bien vestido pero con cara de amargura, algo lo atormentaba. Saludos, y la pregunta obvia, “¿en qué andas por aquí?”; “¿qué te pasa tienes cara de burro embarcado?”. Esta vez fui yo quien se empeñó, y fuimos a tomar un café -él a desayunarse, “no he comido nada”- en una cafetería, que por cierto, pagué. Me adelantó al final, pero Jesús dijo: hay que dar de comer al hambriento.
Estaba desplumando, en la ruina, como antes, pelando, aunque poseía suficiente dinero suyo y de camaradas “que confían en él” pero “no podía tocarlos, están congelados por los malditos gringos”, me confesó con la mirada abatida de tanta preocupación e insomnio, casi lloraba. Quise saber qué le pasaba, ¿había quebrado, lo habían robado?
No era eso, confesó afligido, peor, había colocado sus reales y los de sus representados en un banco estadounidense y otro ruso; para colmo el Presidente -no lo llamó camarada, cosa que le dolió en el alma, además de sorprenderlo de manera ingrata- y ahora, le ha dado por joder a los suyos, ni siquiera puedo retirar unos realitos que aún quedan en el Venezuela y Bicentenario.
Se zampó el resto del cachito que le quedaba y recibió una llamada, parecía importante, se apartó con educación, se le iluminó la cara, el talante cambió e irradió el semblante, sonrió con picardía y feliz gritó: por fin llego el embajador Story con los emisarios de USA, acordaron levantar sanciones para algunos oficialistas, el retorno de Citgo a manos de la revolución, pero lo trascendental, vital, importante y valioso, que se puede usar el sistema SWIFT para las transacciones bancarias; lo que significa mi querido amigo, que podré acceder al dinero confiscado. Se fija hermano, Dios aprieta pero no ahorca, expresó con satisfacción, mirando al cielo, ¡gracias comandante!.
@ArmandoMartini