Lo bueno de estar en el fondo del pozo es que, en adelante, solo cabe mejorar, dice una de las bienaventuranzas de Serrat. La idea parece simple, ¿pero cuál es el fondo?, ¿existe acaso? Basta pararse sobre él para saber que se puede seguir cuesta abajo. Pienso en esto después de leer a Paul Krugman cuando afirma que la economía norteamericana pos pandemia va mejor de lo estimado, pese al ligero repunte inflacionario de fin de año: «es verdad que la inflación ha mermado el poder adquisitivo, pero nuevos cálculos indican que los ingresos de la mayoría han aumentado». Aun así, los estadounidenses lloran a la pregunta sobre sus finanzas. Aborrecen la suba de precios. ¿Qué dirán los venezolanos de la “revolucionaria” inflación acumulada sobre 5 millones %? ¿Cuál es el fondo en ambos casos?
Juan José Millás dice que a esto lo llama la tele “pérdida del poder adquisitivo”. Cuenta que él se quedaba mirando la resignación iracunda de la gente en el mercado ante el alza de los costes. Incluso, se atrevió a preguntar a una señora si notaba la pérdida de su “poder adquisitivo”, esta replicó: ¡la pérdida de tu madre!” No poder comprar la comida del día no era una “pérdida del poder adquisitivo” sino una auténtica calamidad. Millás concluye que «el lenguaje que utilizamos para nombrar la realidad no funciona, precisamente, en la realidad. Viene a ser como si el instrumento inventado para sacar corchos no sacara corchos. Deberíamos, en fin, revisar nuestro vocabulario». “Fondo”, por ejemplo.
Que el lenguaje no funcione provoca una engañosa percepción de las cosas. Y confundidos por esta avería, pasamos de la «inconformidad ciudadana», motora de progreso, a la frustración personal, raíz de «resentimiento social». Cada lector habrá interpuesto sus ideas en este punto, pero va mejor mostrar antes que nombrar, y así nos hundimos menos en el inevitable solipsismo, forma radical de subjetivismo.
Mostremos entonces: Sebastián Edwards explica que, en Chile, la inflación crónica que tocó 500% en 1973, cayó por debajo de 5% en los 2000, la pobreza se redujo de 45% a 8%, los ingresos del 10% más rico crecieron un total de 30%, los ingresos del 10% más pobre aumentaron 145%. No por ello es la sociedad perfecta, pero antes de suicidarse por la vía electoral en busca del paraíso, debieron ser capaces de evaluar sus avances y construir consenso, no el de la mayoría más uno, sino el de las inquietudes comunes en el disenso, no dejarse encandilar por una retórica de «ajusticiamiento social» con aire mesiánico.
Los chilenos pasaron de la «inconformidad ciudadana» al «resentimiento social», gracias a un lenguaje que no funciona para nombrar su particular realidad. Cultivaron un discurso depresivo que negó el progreso alcanzado, demonizó al mercado, al lucro y todo aquello que los sacó de la mediocridad, escribe Edwards pensando en la reciente elección presidencial. También los pueblos se equivocan.
Esta retórica disociada es consustancial del populismo de izquierda, tan entusiasta de la propaganda apocalíptica y, peor aún, de destruir, sin remordimiento, el lenguaje de por sí escaso de la ciudadanía y hasta de ciertos políticos bienintencionados. Por supuesto, la derecha también tiene sus argucias inconfesables, pero el ciudadano puesto al medio, debe saber qué conviene y qué es posible, porque votar puede ser una forma de caer más abajo y más de prisa, sin bienaventuranza que reconforte. A un “fondo” indefinible, oscuro.