La situación en Mariupol es desesperante. Una catástrofe humanitaria. Una ciudad destruida. Tierra arrasada. Cientos de miles de personas sin agua ni comida. Hospitales atacados. Las calles ya no son calles, sólo médanos de escombros. Fosas comunes abiertas y rebalsadas. Cadáveres que ya no son levantados por nadie.
Por Infobae
Casi nada queda en pie en Mariupol.
Muchos han dicho que es la nueva Guernica. Otra ciudad que fue arrasada. También como Grozny o como Aleppo.
Los números no son precisos. Imposible que lo sean. Aún los cálculos más optimistas aterran. Se cree que tan solo veinte mil personas lograron escapar de la ciudad. Más de trecientas mil permanecen en la ciudad. Desde hace quince días no hay electricidad, gas ni agua corriente. Los aviones sobrevuelan y bombardean la ciudad ininterrumpidamente. El zumbido de las bombas cayendo se convirtió en el ruido característico de la ciudad. El tableteo de las ametralladoras, las balas golpeando contra las paredes, las casas cayendo, el crepitar del fuego. Los edificios –los públicos y las viviendas privadas- fueron arrasados. Se cree que entre los derruidos y los que padecen daño irrecuperable fueron afectados ya más del ochenta por ciento.
Durante los primeros días de ataque, la gente que había perdido su casa y ante la falta de gas cocinaba con pequeñas fogatas en la calle. Pero ahora eso es impracticable. Los ataques aéreos, los misiles, la artillería terrestre lo hacen imposible.
Y ya casi no tienen alimento. Los testimonios de los pocos que han podido escapar son estremecedores. El desabastecimiento es total. Juntan agua de lluvia y comen palomas y otros animales muertos que encuentran por allí.
Las imágenes aéreas de cualquier rincón de Mariupol son similares. Parecen en blanco y negro aunque sean en color. Sólo se ven escombros, humo y terreno chamuscado.
Las denuncias de la falta de corredores humanitarios se multiplican. Los civiles no pueden irse de la ciudad. Cada edificación es atacada. Los objetivos militares y logísticos fueron atacados y alcanzados durante los primeros días.
El plan ruso es matar de inanición a la población, llevarlos hasta el punto límite de la desesperación. No hay comida, agua ni medicinas. No quedan tampoco lugares neutrales. Un teatro en el que se refugiaban niños y mujeres lo convirtieron en escombros. Las bombas cayeron contra hospitales, guarderías y colegios. La destrucción no es la única táctica. También la clausura de la ciudad. Que no salgan sus habitantes, que no puedan escapar. Y no dejar que nada ingrese, que se acabe todo lo que alguna vez hubo. Que el hambre, la sed y las infecciones (como si se hubiera regresado ochenta años en el tiempo) multipliquen la muerte, agoten las esperanzas.
Los refugios se convirtieron en residencias permanentes. Porque los bombardeos no se detienen y porque no hay otro lugar dónde ir. Las tropas rusas entraron en la ciudad y se dan combates (desiguales) con los resistentes. Reparten brazaletes blancos a los que son leales con ellos y difunden imágenes de cómo sólo proveen alimento a los que les responden.
El cementerio de Mariupol se encuentra fuera de la ciudad, detrás del cerco. Aunque el sitio estuviera más lejos tampoco serían mucho los que llevarían los cadáveres hasta el cementerio. Casi no hay gasolina para los autos. Y casi no hay fuerza. Se cavaron fosas comunes en medio de la ciudad. Pero ya están desbordadas. Hace un par de días que los cadáveres no son levantados de las calles. Los números de muertos son inciertos. Imposibles de calcular.
La ciudad portuaria tiene una gran importancia estratégica para Putin. Las ventajas logísticas de tener un puerto a disposición para abastecer las tropas en ese frente de la invasión y la posibilidad de tener un corredor bajo su dominio junto a Crimea y los otros territorios ocupados.
La táctica utilizada por Putin parece ser la misma que se utilizó en la ciudad siria de Aleppo y en Grozny. En el año 2000 los rusos atacaron la capital chechena impiadosamente hasta destruir todo a su paso. Literalmente todo. Que los civiles mueran o abandonen la ciudad, y que las tropas entren caminando entre los escombros. Los analistas lo llaman “La Doctrina Grozny”. Las tropas que vencen no conquistan una ciudad. Porque ya no queda nada para conquistar. Sólo hacen desaparecer una ciudad. Y a sus habitantes.
Algo como lo que sucedió en Guernica muchas décadas antes.
Guernica. 26 de abril de 1937. Día de Mercado. Lunes por la tarde. Un sol otoñal calentaba las calles abarrotadas. La gente hacía sus compras. Discutían precios, reían, peleaban, alguno andaba con el pensamiento perdido: las cosas corrientes que suceden en una ciudad por la tarde.
Pero esa no fue una tarde más. A las 16.35 el primer avión surcó el aire de Guernica y descargó su maldita carga de bombas y balas sobre la ciudad. Luego los ataques se sucedieron durante casi cuatro horas. 42 aviones alemanes e italianos en apoyo de las fuerzas sublevadas franquistas. Primero las bombas. Luego las balas. Por último el fuego. Siempre: la muerte y la destrucción. El dolor.
El horror.
Los muertos fueron más de mil (sobre una población de siete mil). Los heridos más del doble. El setenta por ciento de las viviendas quedó totalmente destruido por las bombas y el fuego. Otro veinte por ciento sufrió graves destrozos.
Casi cuatro horas de pánico. Casi cuatro horas de dolor. Casi cuatro horas de muerte. Casi cuatro horas de arrasamiento e ignominia.
Bombardeos pasando a vuelo bajo. Sin riesgo de sufrir ataques defensivos (las ventajas de atacar poblaciones civiles indefensas). Todo planeado a la perfección. Primero, las bombas y las granadas de mano. Después, las ametralladoras haciendo blanco en todo lo que se movía, apuntando y matando a los que corrían aterrados por las calles (unos pocos se salvaron por tirarse de cabeza en los cráteres que habían producido las primeras bombas: la excepción a la regla). Por último, las bombas incendiarias: para destrozar las casas que quedaban en pie, para incendiar las ruinas y quemar los cuerpos vivos y muertos.
Franco, al poco tiempo, declaró: “No podrán invocar a la patria los destructores de Guernica”. Con el mal estilo literario de los asesinos, con el cinismo de los dictadores. Con ese acendrada pasión que poseen por la mentira y el engaño. Rápidamente se quiso instalar la idea de que Guernica había sido destrozada por los mismos vascos, practicando la política de tierra arrasada. Después intentaron magnificar la importancia de Guernica como objetivo militar y de minimizar la masacre. La mentira endeble no se sostuvo. Y dos personas fueron los máximos responsables. Un periodista y un pintor. Con su vocación de verdad, en la lucha contra el engaño y el olvido.
George Steer tenía 27 años y era periodista, corresponsal en la guerra civil del Times de Londres y del New York Times. Al enterarse de los bombardeos recorrió los treinta kilómetros –estaba en Bilbao- que lo separaban de la ciudad foral. Entró a Guernica cuando estaba oscureciendo. Eso no le impidió ver la magnitud del desastre. Las casas aún ardían (cómo velas en la colina, escribió). El humo fétido penetraba en sus pulmones. Cada rincón hedía a muerte.
Dos días después las primeras planas de los dos diarios más importantes del mundo en su tapa publicaron la nota de Steer sobre el ataque. Leerla hoy, setenta años después, aún asombra. No sólo por su estilo prístino. La claridad de los conceptos, la exactitud de los datos –corroborados por las investigaciones históricas posteriores- y, sobre todo, la interpretación perfecta de las motivaciones y alcances del bombardeo. Dice Steer en su nota: “Por la forma en que se llevó a ejecución, por la escala de destrucción alcanzada y por la selección de su objetivo, el ataque contra Guernica no tiene paralelo en la historia militar. Guernica no era un objetivo militar. Fuera del pueblo hay una fábrica que produce material de guerra y quedó intacta. Lo mismo puede decirse de dos barracones de soldados que hay a alguna distancia del pueblo. El pueblo se encuentra muy por detrás de las líneas de combate. El bombardeo buscaba al parecer la desmoralización de la población civil y la destrucción de la cuna de la raza vasca”.
Mucho se ha escrito en estos setenta años sobre el bombardeo a Guernica. Nada de lo escrito – menos que menos estos párrafos- aporta mayor claridad y contundencia que este artículo de George Steer, escrito en su libreta de apuntes apenas entró a la ciudad arrasada, a pocas horas de las bombas.
Pablo Picasso había recibido un encargo. El gobierno de la República Española le pidió un cuadro para el pabellón español de la Exposición Internacional de París de 1937. Picasso aceptó sin saber qué pintaría. Hasta que un día leyó el diario. Se puso a trabajar frenéticamente. El resultado quedó plasmado en un lienzo inmenso de casi tres metros y medio de alto y ocho metros de ancho. El Guernica. En blanco, negro, grises y unos toques azulados, casi imperceptibles. Reflejando el horror.
Un toro, una madre gritando de dolor, brazos cercenados, cabezas degolladas con desmesurados ojos abiertos, fuego, una joven que se arrastra agonizante, mujeres gritando desesperación y dolor, un caballo, espadas rotas, bocas llenas de horror . Y una flor.
Guernica y Mariupol se emparentan en su atrocidad, en su inhumanidad, en su capacidad horrorosa de producir dolor y muerte. La misma barbarie.