A Eugene nadie lo conoce pero es un héroe de esta guerra. Él lo niega: “Los héroes están en las películas”, dice, y esquiva la cámara. Pero hace dos semanas que duerme tres horas por día y dedica todo su tiempo a resolver situaciones de los otros. Lleva mujeres que quieren dejar el país hacia Moldavia, compra alimentos para un refugio de animales abandonados en la guerra, consigue equipamiento para las fuerzas territoriales y lleva medicina a un hospital militar secreto, donde atienden a los soldados que llegan del frente. Esos son los días de Eugene. Esos y este otro que contaremos acá: el día en que recibió el llamado de su ex novia.
Valerie tiene diez años menos que él. Estuvieron juntos dos años, pero con la guerra se separaron. Eugene a veces dice es mi novia, a veces dice es mi ex, pero siempre que habla de Valerie se pone más serio y más contento. Vivían los dos en Odessa, la perla del Mar Negro, pero con el estallido de la guerra ella volvió a la casa familiar, en Mykoláiv. No sabía que su ciudad se iba a convertir en uno de los frentes de batalla, y quería estar con su madre, su hermana y su sobrina.
La guerra avanzó demasiado rápido sobre el sur. Los rusos tomaron Mariupol, luego Jerson, y quedaron a tiro de Mykoláiv. A Valerie la sorprendió porque no parecía una ciudad que fuera fundamental, más allá de su importante puerto y los numerosos astilleros instalados allí. Además, claro, es una ciudad que sirve de barrera para dos puntos clave: Odessa, a solo 117 kilómetros de ruta; y la planta nuclear de Ucrania Sur, donde se produce cerca del 10% de la energía eléctrica del país. Pero esta lógica militar, que a todos aquí les parece natural hoy, no era parte de las conversaciones hace un mes.
La casa familiar de Valerie es, en verdad, la casa de su hermana. Está en las afueras de la ciudad y todavía no terminó de construirse: las paredes no fueron pintadas, no tiene calefacción, y el baño es una construcción improvisada afuera de la casa. Tiene, sí, un refugio. Está cuatro metros bajo tierra y hace diez días pasan ahí las noches. Hay colchones, alimentos, una salamandra y algunos juguetes de Sophie, la sobrina de Valerie.
Cuando comenzaron los bombardeos en Mykoláiv, la gente se escondió. Pero siguieron durante muchos días y, finalmente, los vecinos comenzaron a hacer sus vidas. Ahí llegó lo peor: varios misiles a plena luz del sol impactaron en objetivos civiles y se cobraron vidas de personas que nada tenían que ver con la guerra. Uno de esos misiles dio en un supermercado. Murieron tres personas, entre ellas, un niño.
Una vez más, los habitantes de Mykoláiv comenzaron a guardarse. Fue entonces cuando Valerie llamó a Eugene y le dijo que no podían ir al supermercado, que hacer las compras era ya demasiado peligroso. Eugene le dijo que dejaran la ciudad, que él los iría a buscar, que les conseguía una casa en Odessa, pero que se fueran. Valerie no quiso, nadie en su familia quiso. “Esta es nuestra casa. ¿Por qué tendríamos que irnos?”, dijo, dice, dirá siempre.
Eugene la entendió. Fue entonces cuando decidió hacer las compras él mismo y llevárselas. La misión suponía el peligro de las rutas de Ucrania, ya no solo exponerse a atravesar infinitos checkpoints, sino entrar en la zona caliente, una de las tantas ciudades de Ucrania donde las alarmas antiaéreas son siempre seguidas de bombardeos efectivos. Y además, la artillería: el frente sur está demasiado activo y los morteros y los tiroteos cruzados se cobran vidas de soldados todos los días.
A Eugene no le importó el riesgo. Él no puede unirse al ejército porque tiene una pierna sin flexión, con una placa de hierro que le imposibilita muchos movimientos, pero su día a día es tan agitado como cualquier frente. Y lo vemos en primera persona mientras lo acompañamos hacia la casa de Valerie.
Solo tomar la ruta hacia el este cambia el paisaje. En el primer checkpoint nos demoran 45 minutos. Chequean muchas veces los documentos, hacen llamados, nos preguntan cosas, miran nuestras redes sociales, las del medio. Finalmente, nos dejan seguir. Los siguientes controles serán más rápidos pero igual de estrictos. Treinta kilómetros después, viniendo del este (de Mykoláiv) hacia Odessa, cruzamos la primera caravana de buses de evacuación. Son verdes y están llenos de personas que decidieron dejar la ciudad. Algunos se quedarán en Odessa, otros tomarán allí un tren hacia Lviv, para intentar dejar el país. Salir de Ucrania para todos los que estamos acá es apagar la función del riesgo. Nadie quiere estar tantos días seguidos expuesto a la posibilidad de un bombardeo, pero algunos eligen salir y otros quedarse.
Cincuenta kilómetros después de dejar Odessa comenzamos a ver tanques militares. Algunos van por tierra, otros son llevados en camiones hacia el frente. No hacemos fotos ni videos de ninguno, a esta altura no solo es un peligro levantar la cámara sino una irresponsabilidad: ningún documento que muestre posiciones o equipamiento estratégico ucraniano debe ser publicado.
También nos pasan camiones militares, vehículos civiles con milicias dentro, autos de policía. Más adelante, más micros de evacuación saliendo; y ya al entrar en la ciudad, una enorme fila de autos particulares saliendo. Muchos de ellos tienen un cartel pegado en el parabrisas que dice: “Niños”. Es una manera de avisar a quien sea que se crucen que allí viajan chicos.
Luego de pasar el último control para entrar al centro de Mykoláiv, la ciudad cambia. Ya no se ven filas de autos ni camiones ni movimiento. Adentro, lejos de los bordes, comienza la verdadera vida fantasmagórica. Hay algunos vecinos caminando, residentes yendo a un mercado abierto. Hay sobre todo gente mayor. Eventualmente un auto parado en una esquina y tres adultos conversando alrededor. Pero no hay ritmo de ciudad.
En Mykoláiv viven casi 500 mil habitantes. Más de 100 mil ya se fueron. Su calle principal en el extremo sur continúa hacia Jerson. Hoy se encuentra bloqueada y, desde ese lado, llegan los bombardeos que van drenando la ciudad. Si uno avanza unos pocos kilómetros en esa dirección se encuentra con uno de los frentes de batalla más activos de toda Ucrania. Por eso Mykoláiv es considerada en Odessa como su ángel guardián, la última barrera antes de la embestida sobre la perla del mar negro. De hecho, los ciudadanos de la zona enlistados por el ejército son hoy mandados a esta zona a reforzar las defensas. En el día de ayer las fuerzas rusas bombardearon y destruyeron el puerto, siguen lanzando ataques desde el aire, pero no logran romper la barrera por tierra.
Mykoláiv es orgullosa y resiste. Valerie, que tiene 24 años y es ingeniera civil, también resiste con ella. Luego de atravesar la ciudad llegamos a su casa, en las afueras, en un barrio recostado sobre la costa. Desde allí se escuchan cada día los bombardeos. Mucho más cada noche, según cuenta. Su sobrina tiene cuatro años. Cuando llega Eugene, lo primero que hace es regalarle unos juguetes que le compró junto con los alimentos. Ella sonríe y lo abraza. Recién después comienza a bajar la comida.
La madre de Valerie le toma la mano y le agradece. Valerie no dice nada, pero lo mira con el silencio más lleno de amor que conocí. Eugene, que es todo musculoso y parece un hombre de metal, le devuelve la sonrisa, se lo ve feliz de haberla ayudado.
No hay mucho más en esta historia. Eugene volverá a Odessa en silencio, no sabemos en qué seguirá su relación. Valerie pasará la noche en el refugio, esperando que todo pase. Solo unos días después estas líneas se verán publicadas. Antes Eugene debía ayudar a otra gente y prefirió que esperáramos. Finalmente dio el “Ok”. Están los dos bien, los dos y los suyos. Mykoláiv resiste. Quién sabe hasta cuándo de eso se trate la vida.