Un autor, Carlos Taibó, en su libro “Rusia frente a Ucrania” (Libros de la Catarata, Madrid, 2014), dice: “Es urgente que nos deshagamos de varios mitos que rodean a la figura del presidente ruso, Vladímir Putin. Pese a la apariencia de firmeza, de fortaleza y de eficacia que lo acompaña, lo más probable es que los historiadores no sean muy generosos a la hora de evaluar su gestión. No ha conseguido reenderezar un maltrecho Estado federal, no ha cerrado convincentemente el conflicto de Chechenia —aunque en este caso hay que convenir en que los intereses de Putin aconsejaban que quedase razonablemente abierto—, no ha plantado cara a unos oligarcas que en los hechos siguen definiendo la mayoría de las reglas del juego en Rusia, no ha resuelto los ingentes problemas económicos y sociales que marcan de forma indeleble la vida cotidiana de muchos de sus compatriotas y, en fin, tampoco parece que haya recuperado una influencia incontestable en el escenario internacional. Un retrato cabal de la condición de Putin lo proporciona la dramática dependencia de su proyecto con respecto a los precios de las materias primas energéticas” (pág. 71). Es de suponer que, por muchas de las críticas que se le hicieron desde muy antes, ha corregido varios y serios defectos, pero otros se han agravado. Regresarán derrotadas las tropas rusas a casa, pendiente de pasarle factura (si es lo que encuentran).
El occidente ha cambiado poco a poco su mirada hacia Ucrania. Anne Applebaum es una famosa autora que ganó el Pulitzer por su libro “La hambruna roja” (Debate, Barcelona, 2019), donde relata pormenorizadamente la decisión de Stalin matar de hambre a los ucranianos antes de la II Guerra Mundial. La autora asegura que “el cambio experimentado por la percepción que Occidente tenía sobre Ucrania se debió a lo sucedido en la Ucrania soviética” (pág. 587). Y, ahora, bajo un pretexto tan tonto, se lleva por el medio, tantas vidas humanas que hacen de Putin el perfecto heredero de Stalin.