Las bolsas de plástico negras, abiertas, están puestas una al lado de la otra, en fila. Cada una tiene al lado un número de plástico amarillo, que va contabilizando el horror, la masacre. Algunas están entreabiertas y es imposible no ver rostros deformados violetas, abdómenes hinchados. El silencio es sepulcral en Bucha, la ciudad símbolo del horror de esta guerra que ya ha cumplido seis semanas y que sigue sembrando muerte y destrucción, ahora en el sudeste de Ucrania, donde un misil ruso sobre la estación de tren de Kramatorsk dejó 50 muertos -cinco de ellos, niños- y al menos 86 heridos.
Por Elisabetta Piqué / La Nación
Después de las imágenes de espanto que conmovieron al mundo hace unos días, cuando salieron a la luz fotos de decenas de cuerpos maniatados tirados por las calles tras la retirada de los rusos, en Bucha comienzan a aflorar historias aún más atroces, que hablan de torturas.
Son las 11 de la mañana de una jornada gris y lluviosa y en lo que era el jardín trasero de la Iglesia ortodoxa de San Andrés -un templo moderno con los clásicos campanarios dorados-, se levanta una impresionante fosa común. Vallada con unas cintas de plástico, como ocurre en una escena del crimen, en la fosa trabajan médicos forenses con mamelucos blancos que, acompañados por decenas de agentes con chalecos azules donde se lee “war crimes prosecutors” (fiscales de crímenes de guerra), están sacando, uno por uno, los cadáveres que allí las autoridades de la ciudad, desbordadas por la matanza cometida aquí por las fuerzas rusas, fueron enterrando. Hay palas sobre la montaña de arena, sillas plegables, muchos militares armados hasta los dientes y funcionarios que anotan e intentan identificar a los muertos.
“Es toda gente común, civiles, muchos de ellos estaban tirados en las calles… Era gente que trataba de escapar y los soldados rusos les dispararon”, explica a LA NACION don Andri, el párroco de una Iglesia cuyo jardín, ahora convertido en un cementerio a cielo abierto, es hoy noticia y es incluso visitado como ejemplo del espanto por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen.
El silencio es roto por una topadora que sigue cavando en la espantosa fosa, el canto de un gallo enloquecido que viene de unas cuadras más allá y el llanto, en su mayoría, tímido, de las personas que se acercan a reconocer a familiares y amigos.
Ante decenas de camarógrafos, la excepción es Volodimir, un hombre joven con gorro de lana negro, barba corta, que llora desconsoladamente. “Reconocí enseguida a mi hermano cuando lo sacaron de la fosa, se llamaba Dimitri, también estaba un vecino junto a él”, grita Volodimir, entre sollozos que le cortan el respiro. “Queríamos sumarnos a las Fuerzas Territoriales de Defensa, pero nos rechazaron porque ya no tenían más armas”, agrega, desesperado de dolor.
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